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Han escrito sobre Camino
El trabajo en Camino
Rafael Alvira. El trabajo en Camino

He leído Camino desde mi niñez. Fue el primer escrito que conocí del Fundador del Opus Dei, Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Luego, he tenido ocasión de leer otros muchos textos suyos, de muy diferentes estilos, y tuve también la oportunidad de escucharle múltiples veces. La doctrina del Siervo de Dios Mons. Escrivá de Balaguer acerca del trabajo, tan profunda y universal, aparece ya —en lo esencial— condensada a lo largo de las páginas de ese libro, hoy ya un clásico.

Si para entender a cualquier autor —y cualquier texto— es preciso vibrar al menos mínimamente con él —la simpatía— y encuadrar cada afirmación en el conjunto de su doctrina —el arte interpretativo—, esto se aplica particularmente con Camino, por ser su forma de dirigirse al lector muy directa y sus desarrollos explicativos breves. La obra pretende suscitar acciones y hábitos que enraícen profundamente, mediante el método de incitar a un inmediato examen de conciencia y a un no menos inmediato encuentro con Dios. Por ello, no despliega sistemáticamente una doctrina, pero la presupone. En concreto, y como ya he apuntado, es de una gran riqueza en lo referente al trabajo, tema al que dedico estas breves consideraciones.

La particular insistencia de Mons. Escrivá de Balaguer en el valor del trabajo tiene una profunda relación con su apasionado amor al mundo y con la consiguiente afirmación de la necesidad de santificarlo.

¿Qué significa amar al mundo? Si es común en los clásicos decir que en el hombre anida un desiderium Dei, un deseo de Dios, ello se debe a que aún no se ha identificado con El. Se desea lo que no se tiene. Desear es señal de distancia. Esa distancia, desde el punto de vista de la acción, significa que ha de realizar un trabajo, una acción prolongada para alcanzar el fin. La acción prolongada hacia algo se mide por un tiempo. Hay una conexión entre el deseo y el tiempo, que se realiza a través del trabajo. Un deseo que no fuese eficaz, que no llevase a cabo acciones, o que las llevase a cabo en forma que no alcanzase el fin, sería en cuanto tal intemporal o, mejor, habría «matado el tiempo».

El deseo quiere la unión. El deseo de Dios, la unión con Él. El deseo del mundo, la unión con el mundo. Así como es característico de los religiosos el fomentar el deseo de Dios, y el negar el deseo del mundo —aunque vivan en él—, es lo característico de la doctrina de Mons. Escrivá de Balaguer el aceptar ambos deseos. Como consecuencia, acepta los trabajos y los tiempos correspondientes. De ahí que cuando se refiera a la santificación del trabajo, añada muchas veces el adjetivo ordinario —trabajo ordinario—, pues se trata del trabajo relativo a las cosas de este mundo. Y de ahí también la importancia —cualitativa y cuantitativa— concedida al tiempo de trabajo ordinario.

Si el mundo es sólo lo que me distrae de Dios, desearlo sería pecado, y Dios lo habría creado sólo para que el hombre se endureciese en la renuncia. Si no es así, si el mundo puede ser deseado, esto se puede interpretar al menos de dos maneras. Una consiste en sostener que lo puedo desear mientras no ofenda a Dios. Desde esta perspectiva se desarrolla una moral del «hasta dónde puedo llegar», moral casuística y probabilística, que con facilidad abre el paso al laxismo o a los escrúpulos. Otra, que es la sostenida por Mons. Escrivá, consiste en afirmar que —puesto que es de Dios y para nuestro bien lo ha creado— el mundo ha de ser plenamente deseado y amado con el amor de Dios. Esto último me parece la clave, pues es la esencia de la santificación (es el amor de Dios lo que santifica) de la vida ordinaria, «leit motiv» de la predicación de Mons. Escrivá.

Como es sabido, lo paradójico del amor está en que para poseer hay que renunciar. Sólo el que no quiere dominar tiene un amigo. El más alto amor —que trae la más alta felicidad y la más alta unión— presupone la más alta renuncia. Es el sentido de la cruz: la renuncia total nos unió con Dios. Pues bien, aplicando esto al mundo, resulta que, si queremos poseer de verdad al mundo, hemos de renunciar no a él, sino a poseerlo. Ése es el sentido característico de la pobreza esencial, otra de las claves de la predicación de Mons. Escrivá de Balaguer (cfr. Camino, nn. 631 y 636). El resultado de esa pobreza —he ahí la paradoja— es la posesión verdadera, el ser —y no sólo el estar— en el mundo, sin ser mundanos (el mundano es el que no renuncia). Al poseer correctamente el mundo, se verifica lo que indica San Pablo: «todas las cosas son vuestras, vosotros de Cristo y Cristo de Dios». El deseo del mundo se perfecciona, pues, en amar al mundo, y ese amar, al ser puro ejercicio de amar, es inmediatamente amor de Dios, es hacer presente a Dios en el deseo del mundo. Hacer presente, hacer aparecer, eso es lo que los clásicos llamaban glorificar. Y a este punto quería llegar.

Si he dicho al principio que hay una conexión básica entre el deseo, el trabajo y el tiempo, ahora se ve bien por qué para Mons. Escrivá de Balaguer el tiempo no es primariamente una duración en la que deseamos a Dios mientras esperamos la unión definitiva, ni tampoco es dinero —«time is money»—, sino que «el tiempo es gloria» (Camino, n. 355). Precisamente por ello, no sólo es impensable perder el tiempo, sino que, además, el tiempo ha de ser «exprimido», «vivido con intensidad», pues es lo propio del amor el intensificar y el intensificar cada instante. Cada instante es para el amor un encuentro.

Este punto tiene también una gran importancia. La unión amorosa no es una mera unión, identidad, sino que es más bien un encuentro, un diálogo. Si lo propio de este mundo es el esfuerzo —trabajo— por la unión con lo que deseamos, el trabajo es lo que nos facilita esa unión, ese diálogo: más aún, él mismo es diálogo. Trabajar —actuar con esfuerzo amoroso— continuamente en lo ordinario —en la profesión, en la familia, en la vida social— es, de este modo, dialogar continuamente con Dios («sine intermissione orate») en y a través de esas acciones cotidianas. Por eso, es característico de Mons. Escrivá el afirmar la indistinción entre trabajo y oración (cfr. Camino, nn. 335, 359, etc.). Esto no ha de ser entendido como una invitación a no desarrollar una oración en forma de «rezo», como si, al ser el trabajo ordinario oración, ya no hiciera falta rezar. No. El recto deseo del mundo va unido al deseo de Dios, y eso significa que se busca igualmente un tiempo —con el trabajo esforzado correspondiente— para hablar «inmediatamente» con Dios. No se trata, en resumen, de convertir la oración en trabajo —dejando así de rezar—, sino —justamente al contrario— de convertir el trabajo en oración. Lo primero es materialismo, recubierto con la etiqueta de «progresismo social». Lo segundo es consagración del mundo.

El sentido del mundo tiene una unión muy profunda con el sentido de la humanidad. Porque el mundo no es sólo para el hombre, en general, sino para la humanidad. Mientras dura el mundo, hay un tiempo para que la humanidad crezca, cualitativa y cuantitativamente, y dirija todo lo creado al Creador. Por eso, la parte principal del amar al mundo apasionadamente(1) va dirigida al amor a los hombres. El deseo de unión con ellos, convertido en amor de Dios, se transforma en la anticipación de la comunión de los santos. Si, repito de nuevo, el cumplimiento de todo deseo conlleva un trabajo, «hacer sociedad» es un trabajo. Y efectivamente lo es. Hacer sociedad cuesta un esfuerzo y, primariamente, el de superar el propio egoísmo. Son muchos los textos de Camino en que se ve cómo superar el egoísmo es un paso fundamental (cfr. nn. 31, 32, 784, 788, 789) cuyo resultado es la citada anticipación en este mundo de la comunión de los santos (cfr. n. 545). Si este mundo no es todo lo bello y bueno que debería ser —dado que ha salido de las manos de Dios—, se debe a 9ue no hacemos aparecer en él una verdadera sociedad —comunión de los santos—, que es la manera más propia de hacer presente a Dios —donde están dos o tres reunidos en mi nombre... (Mt 18, 20)—, y precisamente por eso «estas crisis mundiales son crisis de santos» (cfr. n. 301).

Como el amor es, por esencia, inventivo, se deja a la libertad personal de cada uno el desarrollar el trabajo de hacer sociedad de la manera concreta que le parezca mejor. Por eso Camino no es un código particular de doctrina social, ni lo pretende ser. En la aceptación incondicional del magisterio de la Iglesia, más aún, en el amor a ella que Mons. Escrivá pide (cfr. nn. 576, 582, 518, 519, 573) va implícito el cumplimiento de los principios básicos de la doctrina social católica. Pero no se ofrece un modo concreto particular de plantear el orden social porque ello iría contra la citada libertad. Los que identifican el amor al prójimo con un proyecto sociopolítico particular concreto rebajan la doctrina eterna de la Iglesia a ser una doctrina culturalmente útil en un momento y un lugar histórico determinados y, lo que es más grave, la rebajan a ser una opinión (la de los que la sustentan).

Un posible deslizamiento desde considerarse alguien «la voz oficial de la Iglesia» hasta enfrentarse con la jerarquía, para pasar a ser agitador político, es el que se evita en Camino mediante la clara insistencia en la libertad y responsabilidad personales, en el amor y obediencia a la Jerarquía y al Magisterio, y en el amor, en fin, a todos los seres humanos.

Para un cristiano corriente, en la doctrina de Mons. Escrivá de Balaguer, importa, pues, sobre todo, hacer todo aquello a lo que se siente inclinado y llamado, con la más plena vitalidad, pues el amor es vida y se trata siempre de amor de Dios. El amor es vital, pero no ruidoso. El amor es libertad, pero precisamente por ello, oído atento —obediencia— a la persona que me da esa libertad. Por ello, la imagen del cristiano corriente es la de aquel que en todos los sectores de su vida —familia, profesión (cfr. n. 359), relaciones sociales, etc.— trabaja al tiempo con plena vitalidad y con plena sencillez (cfr. n. 379), con alegría (cfr. nn. 657-666) y sin ruido (cfr. n. 835), con libertad y con obediencia. Cada uno procura encontrar sus papeles en la vida, y ve en ellos la voluntad de Dios, que le dio unas inclinaciones y le deparó unas circunstancias.

Aceptar el propio lugar en la vida corriente (cfr. nn. 799, 832) (ser hombre o mujer, casado o soltero, médico o mecanógrafo, etc.) es aceptar la voluntad concreta de Dios, y, por tanto, ha de acogerse humildemente. No trabajar con alegría y con intensidad en el propio papel, supondría un menosprecio a la oferta de Dios.

No sabemos por qué se le hace a cada uno esta o aquella oferta, ni cuál será el premio en la otra vida para cada cual. Sabemos que todas son voluntad infinitamente amable de Dios. Da igual ser futbolista o torero, del Estado Mayor o de la tropa: lo único que importa y que hay que hacer es seguir la propia vocación, la voluntad de Dios.

No entender esta idea tan clara es no entender tampoco que, sin distinción de funciones, el trabajo no podría ser servicio y que una buena sociedad —civil o eclesiástica— es un sistema de servicios mutuos. Tanto sirve el que manda como el que obedece. Esta idea se ha retenido siempre en la Iglesia, contra los igualitarismos utópicos —y antiserviciales— hoy de nuevo en boga. Mons. Escrivá de Balaguer veía muy profundamente en este punto y lo mostraba desde la atalaya de su identificación del trabajo con el sacrificio y el diálogo amoroso. Amar es servir, trabajar es servir. El trabajo hecho por amor de Dios, hecho, pues, amor de Dios, transfunde ese amor en todo aquello y en todos aquellos para los que ese trabajo va dedicado. Cada pieza hecha, cada acción materializada, es una parte de mi espíritu que en ella queda transfundido. Cada acción hecha para otro, entra en ese ser, con tal de que él no se resista a aceptarlo. Pues bien, si ese trabajo está hecho por amor de Dios, es el amor mismo de Dios el que en esa acción se transfunde y a esa persona llega. Por eso también el trabajo ofrecido es sangre arterial que llega a los demás (cfr. nn. 544, 545).

Santa Teresa decía a sus monjas que no tenía que animarlas a quererse, pues esperaba en ellas la virtud, y la virtud es inmediatamente amable. Algo parecido podría decir Mons. Escrivá en lo que se refiere a la buena organización social. Alguien que ha predicado una doctrina del trabajo como la suya espera que las consecuencias sociales —en el modo concreto que la libertad prodiga— sean una auténtica explosión de mejora en todos los niveles y aspectos de la sociedad.

La alegría es lo propio de la fiesta. Para estar alegres es preciso despreocuparse de sí mismo y aceptar la vida como me ha sido dada, ver en cada detalle de ella todo el amor de Dios que oculamente me espera. Sólo en la respuesta eficaz a ese amor aparece la alegría. Si Mons. Escrivá de Balaguer vio el trabajo cotidiano como un amoroso diálogo, supo ver por ello cómo podría convertirse en fiesta cada minuto de una existencia que, desde fuera, un crítico llamaría prosaica.

(1) Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 113.