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Han escrito sobre Camino
El espíritu teológico de Camino
Antonio Aranda Lomeña. El espíritu teológico de Camino

«Sal afuera y ponte en el monte ante Yahweh. Y he aquí que va a pasar Yahweh. Y delante de él pasó un viento fuerte y poderoso que rompía los montes y quebraba las peñas; pero no estaba Yahweh en el viento. Y vino tras el viento un terremoto, pero no estaba Yahweh en el terremoto. Vino tras el terremoto un fuego, pero no estaba Yahweh en el fuego. Tras el fuego vino un ligero y suave susurro. Cuando lo oyó Elías, se cubrió el rostro con su manto y saliendo se puso en pie a la entrada de la caverna y oyó una voz que le dirigía estas palabras: ¿Qué haces aquí, Elías...» (1 Reg 19, 11-13).

13 Un suave pasar de Dios que percibe el alma. Una imprevista tensión del espíritu que se halla dispuesto a escuchar. Un amoroso hablar de Dios que compromete... El nacimiento de una inquietud que parece brotar desde el interior de la persona, y que trae voces que hablan de Cristo, de la fe, de la Iglesia, de la santidad...(1). ¿Cuántos millones de hombres han experimentado con la lectura de Camino un íntimo sobresalto, como un don de gracia casi intraducible a palabras que les atrajo hacia la realidad del mundo sobrenatural, quizás escondida hasta entonces para ellos?

Un libro digno de su Autor

Hablaba en ocasiones el Siervo de Dios Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer de la influencia espiritual del Opus Dei, por él fundado, en el mundo comparándola a «una inyección intravenosa en el torrente circulatorio de la sociedad»(2). Y ésa es, precisamente, la manera más adecuada de expresar el hondo y extenso influjo de su libro, que en estos últimos cincuenta años (a partir de su primera edición bajo el título de Consideraciones Espirituales) ha ido produciendo dentro de la Iglesia —como humilde instrumento de la gracia de Dios— una silenciosa renovación de las conciencias, junto a una masiva apertura de corazones al encuentro con Jesucristo: un fenómeno universal de vida cristiana vivida.

Con ser esto que acabamos de escribir un hecho de gran importancia, no es, sin embargo, sólo en el seno de la Iglesia donde se ha dejado sentir el influjo espiritual de Camino. Es sabido que entre sus lectores se encuentran por miles los no católicos, e incluso los no cristianos. Así pues, al fenómeno universal de vida cristiana vivida que el libro, calladamente, viene promoviendo desde aquella primera edición, se ha unido otro —de menor extensión cuantitativa, pero también de alto valor cualitativo—, que se podría denominar como «fenómeno catalizador de vida religiosa» o, quizás, «de vida humana dignificada por los valores del espíritu». Este segundo fenómeno ha supuesto, además, un movimiento de aproximación al sentido cristiano del hombre y de la vida, y de simpatía hacia el mensaje evangelizador de la Iglesia católica, por parte de personas no relacionadas religiosamente con ella(3).

El simple enunciado de estas realidades, que hemos calificado de fenómenos por su carácter de hechos constatables, pero también por su condición de sucesos de sorprendente extensión, pone de manifiesto la peculiar fuerza espiritual de este libro, e invita a un análisis de sus características internas que permita diferenciar a partir de ellas las razones de su eco universal. Dicho esto, hay que añadir inmediatamente una advertencia acerca de la dificultad de la tarea: para aproximarse a esas razones habría que realizar un análisis multidisciplinar, compuesto de estudios históricos, teológicos, sociológicos, literarios, etc.; es decir, llevar a cabo un empeño intelectual que requeriría un equipo de especialistas y un amplio trabajo de investigación y de síntesis.

A nuestro entender va acercándose el momento de emprender esos estudios, tanto por la importancia objetiva de Camino como por su íntima trabazón con la entera producción bibliográfica de su autor, cuya figura humana y eclesial (de la que forman parte sus renovadoras aportaciones doctrinales) se agiganta de manera sensible.

Escribo estas palabras sobre Mons. Escrivá de Balaguer con íntima certeza..., pero también con los necesarios datos objetivos. Soy consciente de que, para algunos, estas palabras pueden tener un tono de elogio, honesto pero quizás no suficientemente alejado de su persona y de su tarea apostólica. Admito que esa opinión es posible, y ella, junto a otras razones, justifican el deseo de poder saludar la aparición en un plazo prudente de los estudios antes mencionados. No obstante, ya ahora se deben señalar algunos elementos objetivos de nuestra certeza.

Uno de ellos, sumamente significativo, es la rápida incoación de su proceso de canonización —solicitada a la Santa Sede por miles de Obispos, sacerdotes, religiosos y laicos—, cuyo camino jurídico progresa con la necesaria minuciosidad, pero también con diligencia(4). Otro es la progresiva intensificación por todo el mundo de su devoción privada, que se encuentra arraigada en muchos miles de personas de las que la mayor parte nunca le conocieron en vida, ni mantenían relación con el Opus Dei por él fundado. Van apareciendo, además, biografías suyas en diversas lenguas(5), con notable éxito editorial; el conocimiento de su vida santa y de sus enseñanzas se ha convertido en un poderoso estímulo espiritual, en una llamada atractiva hacia la santidad, entre muchos cuya vida cristiana adolecía quizás de un más alto horizonte.

Al mismo tiempo, son ya numerosas las voces que, de modo público, señalan la importancia de sus aportaciones doctrinales ya sea por su carácter precursor (como se dice con frecuencia en relación a diversos temas conciliares), ya por su perfecta adecuación a los tiempos, ya sobre todo por su fuerza carismática para abrir nuevos caminos en la Espiritualidad y —de manera sucesiva pero inseparable— en la Pastoral, en el Derecho Canónico y en la Teología(6). Estamos, sin embargo, en el comienzo de los estudios sobre dichas aportaciones, contemplándolas sólo aún en su conjunto y en sus efectos —principalmente en la admirable extensión del espíritu y de los apostolados del Opus Dei—, pero todavía no ha habido tiempo de analizar, de individuar los temas, de trabajarlos sistemáticamente, etc. Es una labor que se irá desarrollando en los próximos años, si bien apoyada en lo que ya ha sido realizado(7).

Primero es la vida, luego la teología

Hace casi tres décadas, años antes de conocer personalmente a Mons. Escrivá de Balaguer, tuve ocasión de leer Camino por primera vez. De aquella lectura, primero salteada y curiosa y casi inmediatamente sistemática y detenida, surgió una disposición interior nueva para mí aunque no del todo extraña a mi espíritu, semejante a la que he podido encontrar a lo largo de los años en otros lectores. Una actitud personal comparable a la de quien, de manera imprevista, redescubre con alegría lazos familiares largo tiempo olvidados, ya casi desconocidos y ajenos a la vida de cada día, y se ve a sí mismo asentado en un ámbito de vida, de libertad y de sentido que en la práctica era inexistente.

De aquella lectura de Camino brotaba una seguridad íntima de la cercanía de Dios(8), de la presencia viva de Jesucristo(9); un aparecer sugestivo de lo que, no entonces pero sí ahora, puedo denominar el misterio de la Iglesia(10); en definitiva, una comprensión real, experimentable, de la grandeza de ser cristiano(11): como un cierto pasar de la ficción a la realidad. ¿Cómo expresar aquello que entonces comenzaba a ser poseído sin ser todavía reflexionado? Hoy puedo afirmar que «aquello» era el encuentro con el Evangelio, es decir, con la Vida y la Palabra del Redentor, con el mundo sobrenatural que suavemente, sin estridencias, con impensable naturalidad, se hacía presente en las cosas ordinarias de cada día.

Desde entonces he meditado mucho sobre Camino. Pienso, sinceramente, que lo conozco bien; pero eso no obsta para que siga descubriendo en él nuevos aspectos y líneas de reflexión: luces que, en tantas ocasiones, me continúan sorprendiendo. El contenido de estas páginas, así lo espero, dejará ver algún reflejo de esas luces.

No es Camino un libro escrito de una vez, sino que, por el contrario, ha visto la luz tras un proceso creador de algunos años. La expresión «proceso creador» es en este contexto aceptable siempre que dicho proceso se contemple, primariamente, en la unidad de su origen, y más secundariamente en su realización material. Los puntos de Camino, tan variados en su temática, surgen de manera sucesiva pero a la vez unitaria de una misma matriz y a partir de un mismo impulso vital: del espíritu contemplativo de su Autor, en el que la vida humana personal (la suya, la de los demás) y colectiva es vista en su raíz teologal, y entendida bajo la luz de la fe según la trascendencia de su destino. La vida humana es don y proyecto, gracia y libertad, origen hacia un fin prefijado por el Amor paterno de Dios: la vida es camino, es decir, todo o nada según que alcance o no llegue a la meta a la que fue orientada por el designio creador.

Y, por ello, la vida humana es, en el más profundo sentido de su realidad histórica, un misterio de amor y salvación. Un misterio que, a la luz de la fe, se desvela en Cristo. El es el Camino, Él es propiamente la Vida, Él es el Destino. Mi vida personal es ser Cristo en el sucesivo presente del aquí y del ahora, y en el eterno presente del Amor del Padre.

Desde esta luminosa comprensión de la vida humana en cuanto, originaria y terminativamente, llamada a ser vida real en Dios, y en cuanto, históricamente, realizada ya en Cristo y en el Espíritu Santo, se advierte con claridad el proceso creador de Camino en su unidad y en su organicidad. Sus puntos son chispazos de luz, de una misma luz, que alumbra de manera instantánea un aspecto del vivir de los hombres, es decir, de su corazón, de su carácter, de sus pensamientos e intenciones, de sus obras, de su fe... Una misma luz, que hace ver —o intuir, o atisbar en la oscuridad— la señal divina que puso el Amor creador en el hombre, obra modelada a su imagen y semejanza. Una luz que es, al tiempo, un eco de la llamada hacia el padre, hacia el hogar, en que consiste el discurrir de la vida personal y de la historia. Los puntos de Camino son justamente eso: un chispazo de luz para el camino. Y ese camino y esa luz son Cristo(12).

Se escribieron paso a paso, brotando de la fragua del alma de Mons. Escrivá de Balaguer, al hilo de su vida apostólica y sacerdotal. En él se apoyó Dios para fundar el Opus Dei, que anuncia y ayuda a alcanzar la santidad en la vida ordinaria. Y este espíritu de santificación está siempre presente a lo largo de sus 999 puntos. Late en ellos el encuentro del carisma fundacional con aquellos primeros cientos de almas, que Dios puso cerca del que era instrumento suyo fidelísimo(13).

Aquellos encuentros apostólicos con hombres y mujeres corrientes y, como tales, diferentes, de variada condición intelectual, social, psicológica, profesional, etc., son la ocasión del chispazo de luz, del anuncio de Cristo, de la llamada a la santidad en las circunstancias personales(14). El impacto de aquel espíritu de Vida en la vida de aquellas personas hace brotar la reflexión, la experiencia, el elogio, la advertencia, el fuego de la entrega, la frialdad de la negativa, el compromiso abrazado, el consejo, la alabanza a Dios, la sincera manifestación de incapacidad, de dificultad o de miseria, la petición de ayuda, el ánimo de unas palabras, el impulso a la fidelidad, la apertura de insospechados horizontes... Y siempre como cosas dichas al oído «en confidencia de amigo, de hermano, de padre (...) para que se alce algún pensamiento que te hiera: y así mejores tu vida y te metas por caminos de oración y de Amor. No te contaré nada nuevo», se puede leer también en el Prólogo del Autor. La novedad, sin embargo, es patente en la fuerza del espíritu con que esas «confidencias» están dichas, en el modo de decirlas, en la nueva espiritualidad —un camino nuevo, vino nuevo de Cristo— que delicadamente anuncian, en el dinamismo teológico que transmiten.

El dinamismo teológico de «Camino»

Resulta obvio señalar que nuestro libro no está concebido como una aportación científica a la Teología. En ninguna de las obras que conocemos de su Autor se pretende teologizar, aunque, sin embargo, es patente que están en ellas los elementos configuradores de la reflexión teológica: la meditación de la Sagrada Escritura, la consonancia con el sentir de la Tradición, una adhesión indiscutida al Magisterio, en una atmósfera esencialmente teologal donde la fuerza de la fe extrae constantemente nuevas consecuencias. Sin estar formuladas como tales, hay en estas obras un caudal de sugerencias de orden teológico que abren vías de desarrollo al anuncio evangelizador cristiano. Si hablamos de dinamismo teológico es, precisamente, para subrayar esta característica(15).

En Camino se hace presente tal dinamismo en planos profundos, en los terrenos donde se afianzan las raíces de la vida cristiana y de la teología que le es propia, es decir, allí donde la fe se hace compromiso vital, allí donde el seguimiento de Cristo se experimenta como un don, allí donde creer y amar se transforman en anuncio de salvación. En dichos terrenos —donde la conciencia cristiana personal o colectiva despierta por la gracia al conocimiento del Padre y descubre la grandeza del Don—, se establece también el fundamento último del pensamiento teológico. Antes de ser formulado por medio de conceptos y, por tanto, antes de responder a tal nombre, rueda ya por la inteligencia creyente y está asentado en la voluntad amante urgidas por la Verdad y el Amor. La Teología brota de la auténtica vida cristiana de manera necesaria y constante; en ella es engendrada.

En este sentido, los textos que dejó escritos Mons. Escrivá de Balaguer, muchos todavía inéditos, otros ya —como Camino universalmente conocidos, están llamados a ser fuente generadora de un nuevo despertar teológico consiguiente al fenómeno de vida comprometida con Cristo que fomentan. Cuando millones de personas son movidas, a través del ejemplo y los escritos del Siervo de Dios, a sentir con Cristo y con la Iglesia, a amar de manera ordenada pero bajo un mismo impulso a Dios y al mundo, a comprenderse como testigos de la fe en la vida cotidiana..., cuando todo eso no es ilusión teórica sino un hecho real en expansión permanente, entonces se está abriendo también paso desde la vida a una dinámica teológica renovadora. Y, lo que es asimismo importante, hermanada con las inquietudes actuales de los hombres, no menos que con las urgencias pastorales de la Iglesia.

El todo en la parte

Aquellos lectores de Camino que hayan experimentado en sus páginas el suave o súbito impulso de su llamada hacia Dios —y pienso que son la mayoría—, convendrán también probablemente en otra experiencia: la que, con el título de este apartado, podemos denominar «el todo en la parte». Es un modo de expresar la orgánica armonía de su unidad, derivada primariamente, como antes se señalaba, del espíritu contemplativo de su Autor que actúa como verdadero principio unificador.

La diversidad literal de sus puntos, alejados por ejemplo en el tema tratado o en el tono de su enunciado, parece estar descansando en un mismo fundamento o nutriéndose de una misma raíz. No nos referimos, como es lógico, a la evidente unidad literaria del libro, tan alabada y tan hermosa. Nuestra apreciación se dirige a señalar aquella esencial unidad de espíritu que muestra en su conjunto, o en cada uno de sus capítulos, o en cada uno de sus puntos separados del resto. Hay un mismo aire, una misma atmósfera en la que se respira el compromiso personal cristiano, una misma finalidad fontal.

Esta experiencia de unidad, o de presencia del todo en la parte, depende de la dinámica teológica interna del libro y, por ello, es también susceptible de ser analizada teológicamente. Una de sus claves es, a nuestro entender, ya lo hemos señalado más arriba, la consideración de la vida humana desde Cristo como un misterio de amor y de salvación, es decir, la concepción del existir humano personal o colectivo como vocación, como llamada hacia el Padre.

Esa savia, si es puesta como alimento y como portadora de sentido en los canales de la existencia, produce una misma cadencia en los diferentes frutos: una armonía de inquietudes, orientaciones y respuestas: la unidad del Amor, que pide ser realizada a través del pensamiento o de la acción, en referencia inmediata a Dios o a los hombres, ante obligaciones profesionales o exigencias de la fe, en la oración o en el trabajo, en la vida matrimonial o en la entrega incompartida a Dios, en la actividad apostólica o en la intimidad del corazón... Pide ser realizada y se oye su clamor en toda situación.

Ése es el clamor que resuena en cada punto de Camino, y que hiere dulcemente la conciencia: el compromiso del Amor. A través de él laten al unísono el corazón de Cristo y el del cristiano; en él se engarza con la Libertad amorosa de Dios la libertad agradecida de la criatura, en cuyo espíritu —habitado por el mismo Espíritu del Padre y del Hijo— actúan los gérmenes de vida humana divinizada que denominamos virtudes teologales. De ellas, «que componen el armazón sobre el que se teje la auténtica existencia del hombre cristiano, de la mujer cristiana»(16), trataremos a continuación.

La estimulante certidumbre de la fe

Uno de los capítulos del libro trata expresamente de la fe(17); muchos otros de sus puntos, ajenos a este capítulo, la tienen también como tema. Pero lo más exacto es decir que, aparezca o no el término fe, su presencia es dominante de principio a fin, absoluta. Todo en Camino es reflexión desde la fe, sobre la fe y en la fe; más aún, al servicio de la fe. He aquí, pues, otra línea teológica característica, no proclamada explícitamente pero configuradora de su esencia y de su contenido.

En una comprensión del hombre desde su vocación originaria, y más todavía desde el don posterior de su vocación en Cristo que reconduce aquélla por la vía verdadera establecida por el Amor divino, el tema de la fe asume un papel protagonista. El sentido vocacional de la existencia, que es una de las fundamentales luces cristianas, trasvasa la trascendencia del fin a cada momento puntual de las etapas de la vida. Ésta en su conjunto y cada una de sus parcelas (hechas de tiempo, de acción, de pensamiento, de lucha, de convivencia, de tropiezo, de oración...) se encuentran inmersas en el don y en la espera de Dios. Él es Quien da y Quien espera; y el hombre, en Cristo, se sabe encaminado hacia el don final todavía alejado pero ya activo y presente en la unidad indivisible de la fe y de la esperanza.

Cada situación personal exige así el aliento vital de la fe que se espera de Dios y que, al tiempo que se pide, se pone en ejercicio como acto propio(18). No es sólo un deseo humano, sino una necesidad exigida por la presencia del fin trascendente. Su presión sobrenatural, que produce un enriquecimiento de la libertad de la persona, se traduce en amor, en acción, en vida: vida de fe.

Visión sobrenatural, presencia de Dios, misión apostólica, cosas pequeñas, lucha ascética, y tantas cosas más, son sinónimos en Camino de esta vida de fe. En ellos, es decir, en los numerosos puntos que los desarrollan, se advierte la fuerza estimulante que la fe engendra: su inaferrable seguridad, su oculta eficacia, su impulso inexpresable.

La realidad de la fe en Jesucristo, en Quien Dios manifiesta plenamente su amor y su designio de salvación, es don divino al mundo y patrimonio cristiano para ser poseído y anunciado. De ella se alimentan la vida y la reflexión cristianas, que son en si mismas, por ella, movimiento, transmisión, acción, sin dejar de ser amorosa aceptación y contemplación. La luz de la fe se refleja en Camino con su tonalidad precisa, aquella que encontramos en el Nuevo Testamento expresada en términos de conversión a Dios y de agradecimiento, de alegre posesión y gustosa obligación de llevarla por el mundo.

Esperar en Dios

«Espéralo todo de Jesús: tú no tienes nada, no vales nada, no puedes nada. —El obrará, si en Él te abandonas» (n. 731). Son palabras de tono autobiográfico, aparecidas en la primera edición de Camino (Consideraciones Espirituales, 1934), que su Autor comentaba así años después: «Ha pasado el tiempo, y aquella convicción mía se ha hecho aún más robusta, más honda. He visto, en muchas vidas, que la esperanza en Dios enciende maravillosas hogueras de amor, con un fuego que mantiene palpitante el corazón, sin desánimos, sin decaimientos, aunque a lo largo del camino se sufra, y a veces se sufra de veras»(19).

La esperanza del cristiano es lucha, a la par que abandono en Dios; seguridad y certeza del fin, junto con la íntima convicción de que es necesario poner cuantos medios estén a su alcance. Algo vivo, en definitiva, virtud de caminantes que se saben cercanos a la meta aunque aún falten largos tramos por recorrer y muchas batallas por pelear. Una virtud, un motor de actividad sobrenatural, propia de quienes han recibido en Cristo una misión semejante a la suya, para la cual han sido constituidos por la gracia en portadores y testigos de la verdadera Vida. Para que esa Vida fecunde ésta terrena, para que la Redención se realice por medio de la Cruz, ha de plantarse el signo del Redentor «en la cumbre de todas las actividades humanas»(20). Y eso no sucede sin combate,

sin esfuerzo, sin la pelea espiritual de los hijos de Dios. La marca del Bautismo deja grabada en el alma del cristiano la palabra Esperanza, que parece traer los ecos de una voz de Dios: debes esperar alcanzar en Mí cuanto Yo espero que hagas por Mí.

La reflexión teológica sobre la vocación cristiana es así, en cierto modo, una reflexión sobre la esperanza, es decir, sobre la deseada configuración cristiana de los individuos singulares y de la colectividad humana en cada uno de los segmentos de la historia, por medio de la Cruz(21). Esperar en Dios es, por tanto, inseparablemente, amar al mundo, trabajar como el que más con perfección, construir ámbitos de libertad donde no padezca la dignidad del hombre y reluzca su imagen divina, luchar por la paz desde la paz de Cristo que es propia de la conciencia, recomenzar una y otra vez sin desánimos, estar presente... «Este es nuestro destino en la tierra: luchar por Amor hasta el último instante. "Deo gratias!"»(22).

Este es el aroma de la esperanza como virtud sobrenatural que nos introduce, con las otras virtudes, en el campo de actuación de Jesucristo, Dios hecho Hombre, cuya vida humana, cuya misión, se realizó también paso a paso, sin saltarse etapas, con sacrificio, gastándose alegremente. En realidad, la esperanza estriba en la certeza que el Espíritu Santo nos comunica de que es Cristo el que obra con nosotros. «Echa lejos de ti esa desesperanza que te produce el conocimiento de tu miseria. —Es verdad: por tu prestigio económico, eres un cero..., por tu prestigio social, otro cero..., y otro por tus virtudes, y otro por tu talento... Pero, a la izquierda de esas negaciones, está Cristo... Y ¡qué cifra inconmensurable resulta!» (n. 473).

«A la izquierda de esas negaciones», es decir, sin formar parte de ellas pero unido con ellas para constituir una «cifra inconmensurable», una cifra nueva en la que cuenta tanto el primer número como los ceros que le siguen. Es una imagen que expresa, como es evidente, la misteriosa realidad del hombre cristiano en el que por la gracia habita Cristo y opera el Espíritu Santo. Nos encontramos ante una contemplación implícita del fundamento de la concepción antropológica cristiana, desde la cual el misterio del hombre —que se ilumina desde el misterio del Verbo Encarnado(23)— pide un tratamiento teológico bajo la perspectiva de su misteriosa incorporación al Hijo de Dios, que se realiza desde la gracia según un proceso dinámico en el que el propio obrar del hombre es esencial.

Estamos, en otras palabras, ante la doctrina del cristiano como ipse Christus, expresión tradicional que Mons. Escrivá de Balaguer, bajo la luz del carisma fundacional, desarrolla hasta sus últimas consecuencias. Ese «ser Cristo» del cristiano constituye un rasgo primordial de su enseñanza, y lo transmite sin cesar en su intensa actividad pastoral; muchas veces de manera plástica e inolvidable para quienes le oían, como sucede con una de sus frases características: «Veo bullir en vosotros la Sangre de Cristo»(24). Vosotros, cada uno —cabría comentar—, sois quienes sois, pero también sois Cristo que vive y actúa en vosotros, que os da su Espíritu y os conduce al Padre: Cristo que obra con vosotros la Redención.

Recuerdo que, en cierta ocasión, preguntaron a Mons. Escrivá de Balaguer cuál era el rasgo fundamental del espíritu del Opus Dei, lo que era tanto como preguntar por el trazo más determinante de su propia espiritualidad, es decir, por el nervio de su mensaje fundacional. La respuesta fue inmediata: la filiación divina, ser y sabernos hijos de Dios, Cristo en nosotros(25). Del cristiano se puede decir entonces que es «Cristo que pasa entre los hombres», que está entre ellos, que es uno de ellos, para construir a lo divino la ciudad terrena, e iluminar en ella los caminos que conducen a la ciudad celestial.

Esperanza sobrenatural de los hijos de Dios: confianza inquebrantable en Él, alegría en la Cruz, compromiso con el mundo para reconducirlo —alzarlo— hasta Dios, leal servicio a la sociedad, donación a los demás..., y tantas cosas más que brillan en el espejo de Cristo(26).

Amor a Dios, amor a los hombres

Entre los puntos 417 y 439 de Camino nos ofrece su Autor un capítulo titulado Amor de Dios. Uno de los más hermosos. Se abre con una afirmación que es un grito de alegría y de certeza: «¡No hay más amor que el Amor!» (n. 417). Fuego que quema, don experimentado. Habla Camino del Amor con lenguaje de enamorado, con pasión, con poesía, sin disimularlo(27). «Considera lo más hermoso y grande de la tierra..., lo que place al entendimiento y a las otras potencias..., y lo que es recreo de la carne y de los sentidos... Y el mundo, y los otros mundos, que brillan en la noche: el Universo entero. —Y eso, junto con todas las locuras del corazón satisfechas..., nada vale, es nada y menos que nada, al lado de ¡este Dios mío! —¡tuyo!—, tesoro infinito, margarita preciosísima, humillado, hecho esclavo, anonadado con forma de siervo en el portal donde quiso nacer, en el taller de José, en la Pasión y en la muerte ignominiosa... y en la locura de Amor de la Sagrada Eucaristía» (n. 432).

Conforme transcribo estas palabras, vienen a mi memoria otras cuyo contenido puede quizás facilitar el comentario y conducirlo, como en los casos anteriores, hacia una vertiente teológica. En Amigos de Dios se lee lo siguiente: «...he predicado en millares de ocasiones que nosotros no poseemos un corazón para amar a Dios, y otro para querer a las criaturas»(28), texto semejante a este otro de Es Cristo que pasa: «Hemos de amar a Dios con el mismo corazón con el que queremos a nuestros padres, a nuestros hermanos, a los otros miembros de nuestra familia, a nuestros amigos o amigas: no tenemos otro corazón»(29). Se podrían multiplicar las referencias del mismo tenor, bien tomadas de esas obras de Mons. Escrivá de Balaguer, bien de otras.

Una primera lectura de tales palabras abre ya el entendimiento a una sugerente comprensión de la relación del hombre con Dios: la más adecuada, sin duda, conforme a la verdad revelada de un Dios que es Amor, de un Dios que establece en el amor —y manifiesta con lenguaje de enamorado, pues sólo quien ama habla así— el camino real del hombre hacia su destino: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente (Mt 22, 37; cfr. Dt 6, 5). Sólo el Amor puede hacer del amar el principal Mandamiento. Los textos que hemos transcrito se mueven en esta dirección; son casi un comentario del citado pasaje de S. Mateo. Pero tienen también una dimensión teológica.

Se contempla en ellos la unión sin confusión entre lo natural y lo sobrenatural con que la revelación —que sólo llega a ser plena en el Verbo Encarnado, que es también misterioso Modelo—expresa la condición del hombre en quien por la gracia habita Dios. De nuevo nos situamos ante la realidad del ser del cristiano en su dimensión ontológica y existencial, con sus consecuencias teológicas. El amor sobrenatural a Dios, cabría decir, no es heterogéneo con la capacidad de amar del hombre, sino más bien una consecuencia de la elevación y plenificación de dicha capacidad sin desencajarla de su propia realidad, sin destruirla para recrearla después. Amar con amor sobrenatural no exige otra novedad que la de ser un hombre renovado —pero no desarraigado de su condición ontológica— por la gracia. Y el ejercicio de ese amor se realiza bajo las mismas directrices que establece el puro amar humano: con el corazón, como solemos decir, con afecto, hasta con pasión(30).

La vida humana puede llegar a ser, entonces, verdadera vida teologal incluso en sus más menudas manifestaciones(31). Y el Amor se convierte en necesario contenido del vivir «Vive de Amor»(32), del sufrir «Dolor de Amor»(33), del diario quehacer «Hacedlo todo por Amor»(34), del trabajo «Tú no has de trabajar por entusiasmo, sino por Amor»(35), y, en fin, de la perseverancia en el caminar hacia el Padre «¿Que cuál es el secreto de la perseverancia? El Amor. —Enamórate y no "le" dejarás» (Camino, n. 999).

Consecuencia directa, inmediata del amor sobrenatural a Dios, tan íntima a él que con él, en cierto modo, se identifica, es el amor a todos los hombres. Su esencia es, asimismo, cristológica porque en Cristo —en cuya donación nos muestra Dios su amor ilimitado— somos los hombres hijos de un mismo Padre. La caridad que Dios infunde en el alma para que nuestro amor participe del suyo, y le amemos como El se ama y nos ama, convierte el amor natural a nuestros semejantes en ejercicio de vida sobrenatural. Amor de hijos, amor de hermanos: a Dios «con todo tu corazón», entre vosotros «como Yo os he amado»; es el signo definitorio de la presencia de espíritu cristiano en el mundo, la característica que distinguirá a los seguidores de Cristo(36). «Los hijos de Dios —escribe Mons. Escrivá de Balaguer— nos forjamos en la práctica de ese mandamiento nuevo, aprendemos en la Iglesia a servir y a no ser servidos (cfr. Mt 20, 28), y nos encontramos con fuerzas para amar a la humanidad de un modo nuevo, que todos advertirán como fruto de la gracia de Cristo. Nuestro amor no se confunde con una postura sentimental, tampoco con la simple camaradería, ni con el poco claro afán de ayudar a los otros para demostrarnos a nosotros mismos que somos superiores. Es convivir con el prójimo, venerar —insisto— la imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando que también él la contemple, para que sepa dirigirse a Cristo»(37).

Ese amor a todos por Dios en Cristo incluye lógicamente, de manera necesaria, el deseo de que a todos llegue la buena nueva de la fe cristiana, o de que la redescubran bajo una nueva luz. «Universalidad de la caridad significa universalidad del apostolado»(38), «amar en cristiano significa "querer querer", decidirse en Cristo a buscar el bien de las almas sin discriminación de ningún género, logrando para ellas, antes que nada, lo mejor: que conozcan a Cristo, que se enamoren de El»(39).

Bajo el signo de la Redención

«Si tú quieres..., llevarás la Palabra de Dios, bendita mil y mil veces, que no puede faltar. Si eres generoso..., si correspondes, con tu santificación personal, obtendrás la de los demás: el reinado de Cristo: que "omnes cum Petro ad Iesum per Mariam".»

Pertenecen estas palabras al punto 833 de Camino. Las tomamos como ejemplo, entre otras, de esta línea de reflexión que ahora apenas incoaremos, línea que remonta su origen al vivísimo sentido de la Redención que ardía en el corazón de Mons. Escrivá de Balaguer, del que están empapados todos sus escritos.

La noción teológica de Redención sintetiza los rasgos esenciales del cristianismo, entendido éste como realidad de encuentro del misterio de Dios y el misterio del hombre. La encrucijada del Amor paterno de Dios y de la historia humana (urdida originariamente según un plan de salvación que se inicia en el acto creador, y reconducida por la misericordia divina tras el pecado), tiene forma de Cruz, y en la Cruz —plantada sobre el suelo del monte Calvario— se consuma. El Crucificado es el signo y la realidad del destino eterno del hombre, verdadero sacramento primordial del que emana el ser sacramental de la Iglesia y sus medios de gracia y salvación.

Ese signo, puesto por Dios en el vértice de la historia, es la nueva y definitiva imagen del Amor divino; y es también el molde de la novísima imagen y semejanza divinas en el hombre. Es el nuevo molde de los hijos de Dios después del pecado, la señal del Hijo del Hombre que conforma los espíritus para la vida eterna.

En la Cruz de Cristo hemos de gloriamos y a Cristo crucificado hemos de anunciar, según la doctrina paulina. Ésa es la misión cristiana: tarea que no admite nuevos perfiles definitorios, pues en el signo del Crucificado y Resucitado ha sido todo dicho y dado, pero que requiere el esfuerzo permanente e inconcluso de remodelar con ese signo la entera creación. La Redención está hecha y se está haciendo: ambas cosas a la vez sin la menor contradicción, antes bien con profunda implicación.

Está, pues, en trance de hacerse —estamos haciéndolo los hijos de Dios— el reino de Quien ya es Rey. Y menciona Camino ese «reinado de Cristo» como «tu santificación personal» y «la de los demás» (la vida humana recreada con la arcilla de la Cruz bajo el aliento del Amor), en la unidad misteriosa de la Iglesia —«omnes cum Petro»— y siguiendo las huellas de la Primera Redimida y Corredentora —«cum María».

Bajo el signo de la Redención se comprenden con toda su hondura los puntos de Camino que hablan de trabajo, del apostolado y el apóstol, de la audacia, de la Iglesia, del dolor, de la penitencia, de la santidad, de la entrega..., y un extenso elenco de temas que coincide prácticamente con el índice de sus voces. Un reflejo perfecto de esa luz de fondo lo encontramos, por ejemplo, en este texto: «Un secreto. —Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos. —Dios quiere un puñado de hombres "suyos" en cada actividad humana. —Después... "pax Christi in regno Christi"— la paz de Cristo en el reino de Cristo» (n. 301). Cada actividad humana, es decir, todo lo humano en su dimensión activa, en su hacerse, es contemplada bajo la perspectiva del reinado de Cristo como algo que tiene necesidad, para realizarse, del hombre santo, del hombre de Dios. Lo que hayan de aportar esos hombres a cada actividad ni siquiera precisa ser dicho, porque es sencillamente su santidad: lo que antes denominábamos el nuevo molde de los hijos de Dios, la dinámica de la Cruz y el Amor.

Así pues, no se trata de realizar otra actividad, ni de trabajar en la propia de manera distinta a la que su realidad y el hacer de los hombres impone(40). Se trata de laborar en ella, codo con codo junto a los demás, santificándola desde dentro, elevándola con uno mismo al plano de la gracia y de la caridad, convirtiéndola en instrumento de servicio, de unidad y de apostolado. La luz de la Redención permite descubrir en lo más cotidiano —ya lo hemos escrito— la imbricación de naturaleza y gracia, de lo humano y lo sobrenatural. El hacerse del mundo parece recuperar entonces la melodía de la creación, largo tiempo perdida, y todavía desgraciadamente distorsionada por el ruido del pecado. Es una recuperación de la verdad íntima de las cosas, del ser y del sentido: del designio de Dios(41).

«Et renovabis faciem terrae»

Es hora de concluir nuestras reflexiones. Sencillas reflexiones ante un tema importante, ante un filón de buen metal cuya riqueza espiritual y teológica es, desde hace más de medio siglo, fermento eficaz al servicio de la Iglesia.

A Ella, vivificada y regida por el Espíritu Santo, le corresponde como misión permanente la renovación del hombre, de las realidades humanas, por medio de los medios de salvación en Ella depositados.

Los textos del Fundador del Opus Dei —uno de los testimonios de su vida ejemplar de hombre de Dios, hijo fiel de la Iglesia, para la que vivió y por la que ofrendó su vida— son un eco del mensaje salvífico. Son una voz que se escucha en todos los rincones de la vida católica, y en estratos cada vez más extensos de la sociedad. Textos que hablan de un amor incondicionado a Dios y a todos los hombres, de un espíritu universal, católico, que enciende fuegos nuevos al tiempo que reaviva otros ya antiguos. Camino es un ejemplo particular de lo que decimos. Ya desde su primera aparición editorial ha prestado un servicio importante a la Iglesia, como agente dinamizador de aspiraciones e inquietudes cristianas presentes, explícita o implícitamente, en el alma de innumerables personas. Su eficacia debe contemplarse —hacemos ahora abstracción de la difusión alcanzada— en las raíces de su mensaje doctrinal, plenamente imbuido del espíritu del Nuevo Testamento y de la gran Tradición católica. Muestra una visión teológica y antropológica en la que se advierten sin dificultad las bases permanentes del pensamiento católico, igualmente cercana del patrimonio patrístico que de los recientes documentos conciliares.

Trajo consigo, cuando se dio a conocer, un aire renovador que nunca, desde entonces, ha dejado de sentirse. Pero no se entienda dicha renovación en términos anecdóticos, sino en su consonancia con la misión evangelizadora, renovadora, de la Iglesia: el anuncio operativo de la voluntad salvífica de Dios; más aún, la entrega a los hombres de la salvación.

Un último texto de Mons. Escrivá de Balaguer permite poner punto final a estas reflexiones, que permanecen, sin embargo, abiertas a futuros desarrollos. Las palabras que siguen son, en cierto modo, un resumen de cuanto aquí hemos escrito.

«Veo todas las incidencias de la vida —las de cada existencia individual y, de alguna manera, las de las grandes encrucijadas de la historia— como otras tantas llamadas que Dios dirige a los hombres, para que se enfrenten con la verdad; y como ocasiones, que se nos ofrecen a los cristianos, para anunciar con nuestras obras y con nuestras palabras ayudados por la gracia, el Espíritu al que pertenecemos (cfr. Lc 9, 55).

Cada generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo: para eso, necesita comprender y compartir las ansias de los otros hombres, sus iguales, a fin de darles a conocer, con "don de lenguas", cómo deben corresponder a la acción del Espíritu Santo, a la efusión permanente de las riquezas del Corazón divino. A nosotros, los cristianos, nos corresponde anunciar en estos días, a ese mundo del que somos y en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo del Evangelio. (...)

A todos esos hombres y a todas esas mujeres, estén donde estén, en sus momentos de exaltación o en sus crisis y derrotas, les hemos de hacer llegar el anuncio solemne y tajante de San Pedro, durante los días que siguieron a la Pentecostés: Jesús es la piedra angular, el Redentor, el todo de nuestra vida, porque fuera de El no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo, por el cual podamos ser salvos (Act 4, 12)»(42).

* Una advertencia preliminar sobre el título y el contenido de estas páginas. No vamos a tratar, propiamente, de lo que podría denominarse «teología de Camino», sino que ofrecemos unas reflexiones personales sobre algunos de los aspectos del libro, considerados desde una perspectiva teológica. Por otra parte, si bien es en esta obra de Mons. Escrivá de Balaguer en la que centramos nuestro interés, utilizamos también diversos pasajes de otras por él escritas, que permiten obtener una visión más global del pensamiento del Autor, o, dicho con mayor propiedad, de su enseñanza doctrinal y espiritual. La mayor parte de los textos citados van incluidos en nota, sin comentario nuestro, para dejar hablar al Autor.

(1) «¿ Te acuerdas? —Hacíamos tú y yo nuestra oración, cuando caía la tarde. Cerca se escuchaba el rumor del agua. —Y, en la quietud de la ciudad castellana, oíamos también voces distintas que hablaban en cien lenguas, gritándonos angustiosamente que aún no conocen a Cristo.

Besaste el Crucifijo, sin recatarte, y le pediste ser apóstol de apóstoles» (Camino, n. 811).

(2)RHF 21500, n. 42.

(3) En este sentido, aunque el tenor de las palabras sobrepasa el marco de Camino, es significativo el siguiente testimonio de su Autor: «(...) una vez comenté al Santo Padre Juan XXIII, movido por el encanto afable y paterno de su trato: "Padre Santo, en nuestra Obra siempre han encontrado todos los hombres católicos o no, un lugar amable: no he aprendido el ecumenismo de Vuestra Santidad". El se rió emocionado, porque sabía que, ya desde 1950, la Santa Sede había autorizado al Opus Dei a recibir como asociados Cooperadores a los no católicos y aun a los no cristianos.

Son muchos, efectivamente —y no faltan entre ellos pastores y aun obispos de sus respectivas confesiones—, los hermanos separados que se sienten atraídos por el espíritu del Opus Dei y colaboran en nuestros apostolados. Y son cada vez más frecuentes —a medida que los contactos se intensifican— las manifestaciones de simpatía y de cordial entendimiento (...)». (Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 22).

(4) Tomamos del prólogo del libro citado en la nota anterior los siguientes datos: «La fama de santidad de que ya gozó en vida se ha ido luego extendiendo, después de su muerte, por todos los rincones de la tierra, como lo ponen de manifiesto los abundantes testimonios de favores espirituales y materiales, que se atribuyen a la intercesión del Fundador del Opus Dei; entre ellos, algunas curaciones médicamente inexplicables.

Han sido también numerosísimas las cartas provenientes de los cinco continentes, entre las que se cuentan las de 69 Cardenales y cerca de mil trescientos Obispos —más de un tercio del episcopado mundial—, pidiendo al Papa la apertura de la Causa de Beatificación y Canonización de Mons. Escrivá de Balaguer. La Congregación para las Causas de los Santos concedió el 30 de enero de 1981 el nihil obstat para la apertura de la Causa, Juan Pablo II lo ratificó el día 5 de febrero de 1981; y el acto de apertura del Proceso tuvo lugar en Roma el 12 de mayo de 1981. También en Roma, el Card. Vicario de la Diócesis clausuró el Proceso cognicional sobre la vida y virtudes del Siervo de Dios, Mons. Escrivá de Balaguer, el 8 de noviembre de 1986.

(5) S. BERNAL, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, o. c. (hay traducciones de esta obra en francés, inglés, italiano, portugués, alemán y holandés); F. GONDRAND, Au pas de Dieu. Josemaría Escrivá de Balaguer, fondateur de l'Opus Dei, France-Empire, París 1982 (existen traducciones en castellano e italiano). P. BERGLAR, Opus Dei. Leben und Werk des Gründers Josemaría Escrivá, Otto Müller, Salzburg 1983 (existen traducciones al italiano y castellano); A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1983.

(6) El gran número de trabajos publicados —y que siguen publicándose sin cesar—sobre estas cuestiones hace materialmente imposible su cita literal en esta nota. Sin em- bargo, me atengo a la excelente recopilación de testimonios y datos publicados en la obra colectiva: Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei. En el 50 Aniversario de su Fundación, Eunsa, Pamplona 1985, 2.' ed.

(7) Cfr. obra citada en la nota anterior, pp. 540-572, en las que L. F. Mateo-Seco ofrece un resumen de importantes trabajos.

(8) «Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. —Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado.

Y está como un Padre amoroso —a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos—, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando. (...)

Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos» (Camino, n. 267).

(9) «Enciende tu fe. —No es Cristo una figura que pasó. No es un recuerdo que se pierde en la historia.

¡Vive!: «Iesus Christus heri et hodie: ipse et in saecula!» —dice San Pablo— ¡Jesucristo ayer y hoy y siempre!» (Camino, n. 584).

(10) «¡Qué alegría, poder decir con todas las veras de mi alma: amo a mi Madre la Iglesia santa!» (Camino, n. 518). Textos que hablan de este amor a la Iglesia, y que desde él manifiestan una profunda veneración de su misterio, se encuentran constantemente en todas las obras del Fundador del Opus Dei. Un ejemplo son los que se recogen en el libro: Amar a la Iglesia, Palabra, Madrid, 1986.

(11) «Que tu vida no sea una vida estéril. —Sé útil. —Deja poso. —Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor.

Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. —Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón» (Camino, n. 1).

(12) «Al regalarte aquella Historia de Jesús, puse como dedicatoria: "Que busques a Cristo: Que encuentres a Cristo: Que ames a Cristo".

—Son tres etapas clarísimas. ¿Has intentado, por lo menos, vivir la primera?» (Camino, n. 382).

«Jesús es el camino. Él ha dejado sobre este mundo las huellas limpias de sus pasos, señales indelebles que ni el desgaste de los años ni la perfidia del enemigo han logrado borrar. lesus Christus heri, et ipse et in saecula (Hebr 13, 8). ¡Cuánto me gusta recordarlo!: Jesucristo, el mismo que fue ayer para los Apóstoles y las gentes que le buscaban, vive hoy para nosotros, y vivirá por los siglos. (...) ¡Señor, que vea!, que se llene mi inteligencia de luz y penetre la palabra de Cristo en mi mente; que arraigue en mi alma su Vida, para que me transforme cara a la Gloria eterna». (Amigos de Dios, n. 127).

(13) «Voy a remover en tus recuerdos, para que se alce algún pensamiento que te hiera: y así mejores tu vida y te metas por caminos de oración y de Amor. Y acabes por ser alma de criterio» (Camino, Prólogo del Autor).

(14) «Lo que a ti te maravilla a mí me parece razonable. —¿Que te ha ido a buscar Dios en el ejercicio de tu profesión?

Así buscó a los primeros: a Pedro, a Andrés, a Juan y a Santiago, junto a las redes: a Mateo, sentado en el banco de los recaudadores...

Y, ¡asómbrate!, a Pablo, en su afán de acabar con la semilla de los cristianos». (Camino, n. 799).

(15) Sobre estas mismas ideas ha escrito lo siguiente Mons. Alvaro del Portillo, en la Presentación del libro de homilías Es Cristo que pasa, pp. 12-13: «Las Homilías no constituyen un tratado teológico, en el sentido corriente de la expresión. No han sido concebidas como un estudio o una investigación sobre temas concretos; están pronunciadas a viva voz, ante personas de las más diversas condiciones culturales y sociales, con ese don de lenguas que las hace asequibles a todos. Pero esos pensamientos y consideraciones están tejidos en el conocimiento asiduo, amoroso de la Palabra divina. Nótese, por ejemplo, cómo el Autor comenta el Evangelio. No es nunca un texto para la erudición, ni un lugar común para la cita. Cada versículo ha sido meditado muchas veces y, en esa contemplación, se han descubierto luces nuevas, aspectos que durante siglos habían permanecido velados. (...) No sorprende, por eso, la coincidencia de los comentarios de Mons. Escrivá de Balaguer con esos otros, hechos hace más de quince siglos, por los primeros escritores cristianos. Las citas de los Padres de la Iglesia aparecen entonces engarzadas con naturalidad en el texto de las Homilías, en sintonía de fidelidad a la Tradición de la Iglesia».

(16) Amigos de Dios, n. 205.

(17) Cfr. Camino, nn. 575-588.

(18) «Dios es el de siempre. —Hombres de fe hacen falta: y se renovarán los prodigios que leemos en la Santa Escritura.

—"Ecce non est abbreviata manus Domini" brazo de Dios, su poder, no se ha empequeñecido!» (Camino, n. 586).

(19) Amigos de Dios, n. 205.

(20) «Cristo, Señor Nuestro, fue crucificado y, desde la altura de la Cruz, redimió al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres. Jesucristo recuerda a todos: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Ioh 12, 32), si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño, omnia traham ad meipsum, todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad!» (Es Cristo que pasa, n. 183).

(21) «Abrazar la fe cristiana es comprometerse a continuar entre las criaturas la misión de Jesús. Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus,otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención» (Ibídem).

(22) RHF 20161, pág. 59.

(23) Cfr. Conc. Vaticano II, Const. Past. Gaudium et spes, n. 22.

(24) RHF 20166, pág. 122.

(25) Como escribe Mons. A. del Portillo en el texto que hemos citado en la nota 15, refiriéndose a la enseñanza del Fundador del Opus Dei: «El nervio central es el sentido de la filiación divina». Un interesante estudio sobre este tema es el artículo de F. Ocariz, La filiación divina, realidad central en la vida y en la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer, en «Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei...», o.c. en nota 6, pp. 173-214.

(26) «Esta ha sido mi predicación constante desde 1928: urge cristianizar la sociedad; levar a todos los estratos de esta humanidad nuestra el sentido sobrenatural, de modo que unos y otros nos empeñemos en elevar al orden de la gracia el quehacer diario, la profesión u oficio. De esta forma, todas las ocupaciones humanas se iluminan con una esperanza nueva, que trasciende el tiempo y la caducidad de lo mundano» (Amigos de Dios, n. 210).

(27) «Es una pena no tener corazón», se lee en Amigos de Dios. «Son unos desdichados los que no han aprendido nunca a amar con ternura. Los cristianos estamos enamorados del Amor: el Señor no nos quiere secos, tiesos, como una materia inerte. ¡Nos quiere impregnados de su cariño!» (n. 183).

(28) Amigos de Dios, n. 229.

(29) Es Cristo que pasa, n. 142.

(30) «Me has hecho reír con tu oración... impaciente. —Le decías: "no quiero hacerme viejo, Jesús... ¡Es mucho esperar para verte! Entonces, quizá no tenga el corazón en carne viva, como lo tengo ahora. Viejo, me parece tarde. Ahora, mi unión sería más gallarda, porque te quiero con Amor de doncel"» (Camino, n. 111); «Me dices que sí, que quieres. —Bien, pero ¿quieres como un avaro quiere su oro, como una madre quiere a su hijo, como un ambicioso quiere los honores o como un pobrecito sensual su placer?

—¿No? —Entonces no quieres» (Camino, n. 316).

(31) «... hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta la mirada menos intensa, hasta la palabra más corriente, hasta la sensación más elemental se traducirán en un hosanna a mi Cristo Rey» (Es Cristo que pasa, n. 181).

(32) Camino, n. 433.

(33) Camino, n. 436.

(34) Camino, n. 813.

(35) Camino, n. 994.

(36) «La característica que distinguirá a los apóstoles, a los cristianos auténticos de todos los tiempos, la hemos oído: en esto —precisamente en esto— conocerán todos que sois mis discípulos, en que os tenéis amor unos a otros (Ioh 13, 35). Me parece perfectamente lógico que los hijos de Dios se hayan quedado siempre removidos (...) ante esta insistencia del Maestro» (Amigos de Dios, n. 224).

(37) Amigos de Dios, n. 230.

(38) Ibídem.

(39) Amigos de Dios, n. 231. «¿No gritaríais de buena gana a la juventud que bulle alrededor vuestro: ¡locos!, dejad esas cosas mundanas que achican el corazón... y muchas veces lo envilecen..., dejad eso y venid con nosotros tras el Amor?» (Camino, n. 790). «Pequeño amor es el tuyo si no sientes el celo por la salvación de todas las almas. —Pobre amor es el tuyo si no tienes ansias de pegar tu locura a otros apóstoles» (Camino, n. 796).

(40) «El cristiano, cuando trabaja, como es su obligación, no debe soslayar ni burlar las exigencias propias de lo natural. Si con la expresión «bendecir las actividades humanas» se entendiese anular o escamotear su dinámica propia, me negaría a usar esas palabras» (Es Cristo que pasa, n. 184).

(41) «Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir. (...) No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita nuestra época devolver —a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares— su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo» (Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 114).

(42) Es Cristo que pasa, n. 132.