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Aprender en Camino el amor a la Virgen
Antonio Orozco. Aprender en Camino el amor a la Virgen

 

 

 

Camino es libro de muy elocuente y ajustado título. Palabra de añejo y sabroso sabor cristiano, apostólico, evocador de los pasos de aquellos primeros que, siguiendo tan de cerca las huellas de Cristo Jesús —el Camino—, anduvieron presurosos «tras el Amor» (n. 790).

El autor, Josemaría Escrivá de Balaguer, gustaba de ver al hombre así: viator, caminante por el mundo hacia Dios.

Como es sabido, desde aquel 2 de octubre de 1928 en que el Señor de la Historia le hizo ver el Opus Dei, se dedicó enteramente a descubrir a los hombres y mujeres los caminos divinos de la tierra, a enseñar que «Cristo está presente en cualquier tarea humana honesta: la vida de un cristiano corriente —que quizá a alguno parezca vulgar y mezquina— puede y debe ser una vida santa y santificante»(1).

 

Enseñó también que este camino de santificación por medio del trabajo profesional y de los demás deberes ordinarios del cristiano no es un sendero de segunda categoría, ni fácil, ni cómodo: «Cruz, trabajos, tribulaciones: los tendrás mientras vivas. —Por ese camino fue Cristo, y no es el discípulo más que el Maestro» (n. 699).

Camino arduo, a menudo empinado, para hombres y mujeres curtidos —o dispuestos a curtirse— por los soles ardientes, los fríos afilados, las asperezas de los desiertos, el ímpetu de todos los vientos. Tenaces, magnánimos y, sin embargo, de muy frágil origen y condición: hechos de «barro de botijo» —como solía decir nuestro autor en su catequesis oral—, porque un golpecito basta para quebrarnos y hacernos añicos.

Sin duda el camino es de arriesgada urdimbre. Jamás alcanzaríamos solos el fin, la meta. Con todo, en Camino se aprende a andar con decisión serena, optimismo bien fundado, y esperanza alegre.

Sucede que al encanto irresistible del Fin —el Amor con mayúscula, «¡No hay más amor que el Amor!» (n. 417)— se añade protección omnipotente de nuestro Padre Dios y el amor de su Madre Virgen que es también —inmenso prodigio— Madre nuestra.

Es de subrayar que una de las más importantes cosas que se aprenden en Camino es precisamente el amor a María, y no de otra cosa hemos de tratar en estas páginas. Ojalá sirvan para enseñar a aprender a amar a Nuestra Madre como la amó y enseñó a amar el Fundador del Opus Dei ya en esta su primera obra tan temprana y madura.

Cada página, cada punto, cada frase de Camino es una luz que alborea, y a cada vuelta ilumina in crescendo los más diversos aspectos del cristiano existir. Nosotros nos entretendremos ahora sólo en los puntos de luz netamente mariana, no sin antes acudir a los que parecen ser clave para comprender a fondo la calidad específica del cariño a la Virgen que en Camino se descubre y se adivina.

Madurez e infancia espiritual

La clave, a mi parecer, se encuentra en lo más hondo del sentido de la filiación divina, que se alcanza en los capítulos de esta obra titulados «Infancia espiritual» y «Vida de infancia», consecuencia del tomarse en serio, con una muy alegre seriedad, las graves palabras del Maestro: quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él (Mc 10, 15). En verdad os digo: si no os convertís y os hacéis como los niños no entraréis en el Reino de los Cielos (Mt 18, 3).

La cuestión inmediata es: ¿qué tienen los niños, de tan alto precio; qué valor les permite ser arquetipo de los santos eternamente bienaventurados? La respuesta se resume en una palabra, en una virtud que el Señor no deja de apuntar: la humildad (cfr. Mt 18, 4), «base y fundamento de todas las virtudes y sin ella no hay ninguna que lo sea», como dirá con frecuencia Monseñor Escrivá de Balaguer, con palabras de Cervantes y de otras muchas maneras.

La humildad comienza al reconocer gozosamente que Dios es Dios y yo criatura suya, fruto de un amor inmenso. Dios es EL QUE ES, y yo soy el que no es, puesto que todo lo que soy, lo soy gracias al amor creador y conservador y redentor de Dios, que es mi Padre: «Delante de Dios, que es Eterno, tú eres un niño más chico que, delante de ti, un pequeño de dos años. Y, además de niño, eres hijo de Dios. —No lo olvides» (n. 860).

La humildad se despliega en un abanico multicolor de virtudes de vital relevancia: sencillez, veracidad, sinceridad, transparencia, confianza absoluta en Dios, abandono en sus manos, fe firmísima, esperanza inquebrantable, amor tierno y fortísimo, facilidad para olvidar penas y descubrir alegrías, optimismo, audacia y perseverancia en el pedir...

Se comprende enseguida que la infancia espiritual no sea «memez espiritual» ni «blandenguería», sino «camino cuerdo y recio que, por su difícil facilidad, el alma ha de comenzar y seguir llevada de la mano de Dios» (n. 885). Requiere una conversión muy profunda en un adulto, por poco que se haya abandonado a la tremenda fuerza centrípeta, egocéntrica del yo que se desarrolla con los años, si no combatimos con denuedo asistidos por la gracia divina.

Pero ahora hemos de descubrir dos cualidades del niño no mencionadas aún y que son indispensables en este camino en el que el Espíritu Santo introduce a las almas que se le acercan con docilidad sin reservas.

En primer lugar me refiero a la imaginación. El niño es capaz de vivir en su intimidad aventuras increíbles. Ciertamente existen imaginaciones enfermizas, y a menudo esta facultad traiciona, miente (por eso irritaba tanto a Pascal). Pero Dios nos la ha dado para que también con ella le conozcamos y amemos más: sometiéndola a la razón, enlazándola con la otra cualidad del niño que es preciso subrayar: el vigor metafísico de su mente diamantina.

El niño pregunta con tenacidad —exasperante para los mayores— no sólo el qué de las cosas, sino el porqué. Y cuando ya sabe el porqué, pregunta por el porqué del porqué, pues su mente virginal anda en busca del porqué de todos los porqués, la respuesta a todas las posibles preguntas, la causa última e incausada de todo cuanto es. El intelecto infantil aún no se halla sometido a las presiones de las pasiones adultas: se encuentra abierto a la realidad; no intenta violentarla para conformarla a esquemas previos (porque no los tiene). Es él quien conforma su concepto a las cosas como son, y esto es la verdad.

El adulto, cuando no se reconoce como un niño delante de su Padre Dios, es presa fácil de la soberbia —la gran mentira—, creadora de una vana ilusión de autosuficiencia; y de la avaricia, de la codicia, de la lujuria, de la ira, de la pereza, de la gula... En una palabra, del pecado, que es siempre oscuridad e impotencia.

La verdad es como un líquido purísimo. ¿Podría yo recoger este líquido precioso en un vaso sucio de lodo y juzgar luego de su pureza?(2). Es obvio que sólo purificando el propio intelecto podré conocer en toda su pureza la verdad.

Y quizá no sea preciso añadir más para advertir que la gran Verdad que es el Reino de los Cielos, es decir, el Reino de Dios, requiere para su descubrimiento y fruición la más acendrada pulcritud intelectual, todo el vigor metafísico que naturalmente el entendimiento humano posee. Se requiere, justamente, recuperar, si la habíamos perdido —e incrementarla aun con la gracia santificante— aquella maravillosa potencia de entender y de amar de cuando éramos niños.

Vigor metafísico e imaginación: así se explica que acontezca entre el hombre y Dios «el diálogo eterno entre el niño inocente y el padre chiflado por su hijo: —¿Cuánto me quieres? ¡Dilo! —Y el pequeñín silabea: ¡Mu-chos mi-llo-nes!» (n. 897).

La imaginación es, como ya dijo Santa Teresa de Jesús, «la loca de la casa». Pero domesticada y metida en cintura ya no nos lleva adonde le apetece sino adonde queremos. Podemos ya pasear con ella por el espacio y el tiempo como en casa propia; asistir, por ejemplo, con el Arcángel San Gabriel a la Encarnación del Verbo, ver cómo se encienden y arrebolan de humildad y gratitud las mejillas de la Virgen. Y pasmados ante aquella hermosura, oír el fiat! de consecuencias cósmicas...

De este modo la imaginación no traiciona, porque es teológicamente cierto que en la sabiduría infinita de Dios encarnado estábamos ya todos los hombres, desde Adán hasta el último, con todos los detalles de cada historia personal. De modo que cada uno podemos decir con verdad: cuando el Verbo se encarnaba pensaba en mí; y en mí pensaba cuando reía o lloraba, y cuando trabajaba reciamente en el taller de José o descansaba junto al pozo de Sicar; cuando convertía el agua en vino o resucitaba a Lázaro, y cuando Él mismo murió y resucitó y ascendió a los Cielos.

Es cierto, y no sólo cosa de imaginación. Es posible ser en el Evangelio «como un personaje más»(3), seguir a «Cristo, acompañarle tan de cerca, que vivamos con El, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con El nos identifiquemos»(4).

Vivir con Cristo, recorrer la «vida de infancia espiritual» no es cosa de esfuerzos hercúleos de la mente o de la voluntad, sino más bien —poniendo los medios: recogimiento, meditación, etcétera— dejar «obrar al Espíritu Santo» (cfr. n. 852).

El encuentro con la Virgen

Dentro de este camino hay un acontecimiento de capital importancia e inefable gozo: el encuentro con María. Quizá ha sido al «meternos» en Nazaret, o en Belén, mientras Ella mecía a Jesús en su regazo y lo arrullaba con la música encantadora de su voz purísima; o acaso cuando el Niño intentaba los primeros pasos y su Madre le seguía con los brazos abiertos y emoción contenida, sin tocarlo, pero presta a impedir que el seguro traspié diera con la naricilla preciosa contra el duro suelo.

¡Debe de ser muy importante hacerse niño, si Niño se ha hecho Dios! Ha querido ser acunado e ilustrado por la Madre Virgen. Y también ha de tener gran relevancia tener a María por Madre, acudir a Ella, tratarla como hijo, sentir la suave fuerza de sus manos.

Quizá al principio no se «siente»: «no sientes en tu mano, pobre niño, la mano de tu Madre: es verdad. —Pero... ¿has visto a las madres de la tierra, con los brazos extendidos, seguir a sus pequeños, cuando se aventuran temblorosos, a dar sin ayuda de nadie los primeros pasos? —No estás solo: María está junto a ti» (n. 900).

Cuando no se «siente» la mano segura de Nuestra Madre no es porque Ella no esté cerca. De seguro que la aparente ausencia indica que debemos seguir adelante creciendo en confianza, con fe en que Ella no se ha ido ni nos dejará jamás. Se trata de una pequeña prueba, seguramente corta.

Es lógico, sin embargo, que prefiramos «sentir» su mano en la nuestra. Por eso Monseñor Escrivá de Balaguer, en otro lugar, al verse en su humildad «capaz de todas las infamias», dice al Señor: «No me sueltes, no me dejes, trátame siempre como a un niño. Que sea yo fuerte, valiente, entero. Pero ayúdame como a una criatura inexperta; llévame de tu mano, Señor, y haz que tu Madre esté también a mi lado y me proteja. Y así, possumus!, podremos, seremos capaces de tenerte a Ti por modelo»(5). Seremos capaces de mantenernos en pie, y caminar con paso cierto hacia la santidad.

Y si el niño se encontrara ya de bruces contra el suelo, sería cosa de recordarle que «tus caídas involuntarias —caídas de niño— hacen que tu Padre-Dios tenga más cuidado y que tu Madre María no te suelte de su mano amorosa: aprovéchate y, al cogerte el Señor a diario del suelo, abrázale con todas tus fuerzas y pon tu cabeza miserable sobre su pecho abierto, para que acaben de enloquecerte los latidos de su Corazón amabilísimo» (n. 884).

Así es la mano de Nuestra Madre: amorosa (sus ojos son misericordiosos). No tiene aspereza, posee toda la suavidad, se halla repleta de cariño y, por eso, de fortaleza. Ternura y reciedumbre se combinan de tal modo en la mano amorosa de la Virgen que resultan fuente de inagotable esperanza: «¿Que por momentos te faltan las fuerzas? —¿Por qué no se lo dices a tu Madre: "consolatrix afflictorum, auxilium christianorum..., Spes nostra, Regina apostolorum"?» (n. 515).

Consuelo, auxilio, esperanza, Reina y, sobre todo, Madre: «¡Madre! —Llámala fuerte, fuerte. —Te escucha, te ve en peligro quizá, y te brinda, tu Madre Santa María, con la gracia de su Hijo, el consuelo de su regazo, la ternura de sus caricias: y te encontrarás reconfortado para la nueva lucha» (n. 516).

Las ventajas de este camino —«caminito de infancia»— son inconmensurables. Todo resulta más hacedero: «Antes, solo, no podías... —Ahora, has acudido a la Señora, y, con Ella, ¡qué fácil!» (n. 513). Incansablemente, el Fundador del Opus Dei reiteraba la invitación a continuar la experiencia: «comprobarás que con la Virgen hasta lo difícil se vuelve fácil, y lo que parece monótono adquiere un relieve distinto y atractivo»(6).

No es que junto a María no cuesten las dificultades, pero se vencen, se asegura la alegría y la paz, aunque «todos los pecados de tu vida parece como si se pusieran de pie. —No desconfíes. —Por el contrario, llama a tu Madre Santa María, con fe y abandono de niño. Ella traerá el sosiego a tu alma» (n. 498).

Y una de las cosas más asombrosas, increíbles y consoladoras de esta senda que Monseñor Escrivá nos alumbra es la posibilidad de tener miedo, sin miedo. Ese ingrediente inevitable —y tan temible para el adulto— de la vida humana sobre la tierra que es el miedo, puede tenerlo sin temor el niño: ni hará el ridículo ni se verá envuelto en ninguna angustiosa espiral: «En la oscuridad de la noche, cuando un niño pequeño tiene miedo, grita: ¡mamá! Así tengo yo que clamar muchas veces con el corazón: ¡Madre!, ¡mamá!, no me dejes»(7).

Principio de un amor «con locura»

La Virgen María nos hizo imposible la mala locura de la soledad. Ya Ella estuvo sola para que no deba estarlo ninguno de sus hijos pequeños. Se quedó sin su Primogénito, cuando fue crucificado y puesto —yerto— en un sepulcro de fría roca: «Soledad de María. ¡Sola! —Llora en desamparo. —Tú y yo debemos acompañar a la Señora, y llorar también: porque a Jesús le cosieron al madero, con clavos, nuestras miserias» (n. 503).

Si se recobra lo que hemos llamado «vigor metafísico» de la infancia, y se enlaza con el señorío adquirido sobre la imaginación, y se penetra en el Evangelio a la luz que amanece en Camino, no se tarda en comprenderse gozosamente implicado en los misterios de la vida de Jesús y de María.

De modo especial nos hallamos comprometidos en el verdadero centro del tiempo y de la Historia, cumbre del dolor y del Amor: el Calvario.

Casi sin sentir, como una madre buenísima, la Virgen nos ha ido llevando de la mano, como por un plano inclinado tallado a nuestra medida, hasta la joya más rica del Universo: su Corazón Inmaculado, herido. «La Virgen Dolorosa. Cuando la contemples, ve su Corazón: es una Madre con dos hijos, frente a frente: El... y tú» (n. 506).

Es tremendo. Seguramente aquí principia la locura bendita de amor a la Virgen: Yo —cada uno— a su lado, y en lo alto de la Cruz, Jesús. La cuestión que se le plantea a Nuestra Madre es: Jesús o yo; su muerte o la mía. Y elige —acepta sin una queja, plenamente identificada con la Voluntad de Dios— la muerte de su misma vida: Jesús, para que por esa Muerte sea yo quien viva.

¡Cuánta Vida había en aquella Muerte! ¡Y cuánto dolor en el Corazón dulcísimo de María!: «Admira la reciedumbre de Santa María: al pie de la Cruz, con el mayor dolor humano —no hay dolor como su dolor—, llena de fortaleza...» (n. 508).

No puede haber mayor dolor que el suyo, pues es de amor; y el dolor es siempre tan grande como el amor. La Llena de gracia es necesariamente llena de Amor, y por eso, en el Calvario, llena de dolor.

¿Quién podría sufrir más que Ella? Sólo quien tuviese un corazón más grande, más tierno, más enamorado; sólo quien pudiese amar más a Jesús. Bien claro está, por tanto, que por grandes que a veces se nos antojen nuestras «cruces», jamás alcanzarán la dimensión —la intensidad y hondura— de la espada de siete filos que traspasó el alma de la Virgen, sobre todo al pie de la Cruz.

¿Y cómo estuvo sufriendo tanto allá? «Llena de fortaleza. —Y pídele de esa reciedumbre, para que sepas también estar junto a la Cruz» (n. 508).

«Saber estar»

Qué importante es «saber estar». En dondequiera que estemos debemos saber estar: de un modo adecuado a las circunstancias y, sobre todo, a la dignidad propia de los hijos de Dios, redimidos por Jesucristo en lo alto de la Cruz, «con ademán de Sacerdote Eterno»(8), y «corredimidos» por la primera Corredentora, Santa María que stabat iuxta crucem Iesu(9), estaba de pie junto a la Cruz de su Hijo.

Es muy necesario aprender cuanto antes a estar junto a la Cruz, porque es parte esencial de la vida del cristiano. Todos han de encontrarse un día u otro con la cruz. Y sucede que muchos se rebelan, huyen, la odian o acaso apartan simplemente de ella su mirada con indiferencia. No advierten que es en la Cruz y sólo en la Cruz donde está nuestra salvación, nuestra vida y nuestra resurrección. Por soberbia, por egoísmo, por miopía, muchos no saben estar junto a la Cruz; y al huir, se alejan de la alegría.

En cambio, Monseñor Escrivá de Balaguer ha dejado un claro ejemplo de cómo estar con María junto a la cruz de Jesús: sin una queja, con una elegancia estupenda, en medio, a veces, de una pobreza extrema, hambre, frío, calor, graves dolencias físicas, calumnias... La verdadera alegría, en la tierra «tiene —repetía—sus raíces en forma de cruz».

María era su gran «Maestra del sacrificio escondido y silencioso» (n. 509). «¡Qué humildad, la de mi Madre Santa María! —No la veréis entre las palmas de Jerusalén, ni —fuera de las primicias de Caná— a la hora de los grandes milagros. —Pero no huye del desprecio del Gólgota: allí está, "iuxta crucem Iesu" —junto a la cruz de Jesús, su Madre» (n. 507).

Hay un párrafo de Monseñor Escrivá de Balaguer que nos descubre entrañablemente la raíz mariana de su heroica fortaleza: «Tenía una imagen de la Virgen, que robaron los comunistas durante la guerra de España, y que llamaba la Virgen de los besos. No salía o entraba nunca, en la primera Residencia que tuvimos, sin ir a la habitación del Director, donde estaba aquella imagen, para besarla. Pienso que no lo hice nunca maquinalmente: era un beso humano, de un hijo que tenía miedo... Pero he dicho tantas veces que no tengo miedo a nadie ni a nada, que no vamos a decir miedo. Era un beso de hijo que tenía preocupación por su excesiva juventud, y que iba a buscar en Nuestra Señora toda la ternura de su cariño. Toda la fortaleza que necesitaba iba a buscarla en Dios a través de la Virgen»(10).

«¡María, Maestra del sacrificio escondido y silencioso! —Vedla, casi siempre oculta, colaborar con el Hijo: sabe y calla» (n. 509). Lo fácil, lo instintivo, en el Calvario, hubiera sido gritar la gran verdad: quién era su Hijo, quién era Ella. Pero no. Nunca habló para defender su honor: «¡Qué ejemplo de discreción nos da la Madre de Dios! Ni a San José comunica el misterio. —Pide a la Señora la discreción que te falta» (n. 653).

El Fundador del Opus Dei la tuvo en plena juventud. Sabía y callaba. Cuando algunos desencadenaban calumnias increíbles contra su persona, tenía por norma no hacer defensa alguna. Si las maledicencias iban contra el Opus Dei, sí, porque —siendo él el fundador— en rigor la Obra no era suya, sino de Dios. Pero si se trataba de su honra personal, prefería el silencio. En cierta ocasión de rodillas ante el sagrario, conversando con el Señor, le dijo: «—¡Señor!, si Tú no necesitas mi honra, ¿yo para qué la quiero?»

En su biografía, Vázquez de Prada comenta así este episodio: «desde ese día no perdió la paz. Las calumnias no le robaban el sueño. Le dejaban "ni frío ni caliente". No le importaban ya nada. Le salían por una friolera»(11). Tenía heroicamente adquirido el espíritu mariano. Nunca huyó de la Cruz. Ahí supo estar con María. Mejor: quería estar ahí. «Di: Madre mía —tuya, porque eres suyo por muchos títulos—, que tu amor me ate a la Cruz de tu Hijo: que no me falte la Fe, ni la valentía, ni la audacia, para cumplir la voluntad de nuestro Jesús» (n. 497).

Medio, remedio y atajo

María era gran parte de su «secreto», es decir, la explicación de su santidad extraordinaria, conquistada en la vida ordinaria, lejos del espectáculo: «María Santísima, Madre de Dios, pasa inadvertida, como una más entre las mujeres de su pueblo. —Aprende de Ella a vivir con "naturalidad"» (n. 499).

El espíritu de María es el que Dios le había dado para su Opus Dei. Tan es así, que pudo escribir en Camino: «Sé de María y serás nuestro» (n. 494). Y añade: «El amor a la Señora es prueba de buen espíritu, en las obras y en las personas singulares. —Desconfía de la empresa que no tenga esa señal» (n. 505).

Todo es profundamente teológico. Bajo la sencillez de cada punto laten años intensos de meditación y de estudio de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres, del Magisterio de la Iglesia, de los grandes y mejores teólogos. Por eso no es de extrañar que nos recuerde los rasgos fundamentales del camino nuestro de este modo: «omnes cum Petro ad lesum per Mariam» (n. 833). Es la antigua y definitiva fórmula para no desviarse nunca en la doctrina ni en la vida. Y si acaso se sufre algún traspié, si la pobre miseria humana lleva a paladear el amargor repugnante de la traición, se recuerda que «A Jesús siempre se va y se "vuelve" por María» (n. 495). Nunca se ha visto a un hijo tan sucio que no lo pueda limpiar su Madre y quedar hecho un sol.

María, en Camino, es medio de todo bien —Mediadora de todas las gracias— y remedio para todo mal, camino hacia el Camino, o mejor, atajo que facilita el acceso al Corazón de Cristo.

Maternidad de María

Pero ante todo, sobre todo y siempre María es Madre: Madre de Dios y Madre nuestra, por muchos títulos. Es Madre de Cristo, nuestra Cabeza, desde el momento de la Encarnación: «¡Oh Madre, Madre!: con esa palabra tuya —"fiat"— nos has hecho hermanos de Dios y herederos de su gloria. —¡Bendita seas!» (n. 512).

Así que «de una manera espontánea, natural, surge en nosotros el deseo de tratar a la Madre de Dios, que es también Madre nuestra. De tratarla como se trata a una persona viva: porque sobre Ella no ha triunfado la muerte, sino que está en cuerpo y alma junto a Dios Padre, junto a su Hijo, junto al Espíritu Santo (...) ¿Cómo se comportan un hijo o una hija normales con su madre? De mil maneras, pero siempre con cariño y con confianza. Con un cariño que discurría en cada caso por cauces determinados, nacidos de la vida misma, que no son nunca algo frío, sino costumbres entrañables de hogar, pequeños detalles diarios, que el hijo necesita tener con su madre y que la madre echa de menos

si el hijo alguna vez los olvida: un beso o una caricia al salir o al volver a casa, un pequeño obsequio, unas palabras expresivas»(12).

El Fundador del Opus Dei recuerda a menudo las costumbres marianas apuntadas en Camino: «Muchos cristianos hacen propia la costumbre antigua del escapulario; o han adquirido el hábito de saludar —no hace falta la palabra, el pensamiento basta— las imágenes de María que hay en todo hogar cristiano o que adornan las calles de tantas ciudades; o viven esa oración maravillosa que es el santo rosario, en el que el alma no se cansa de decir siempre las mismas cosas, como no se cansan los enamorados cuando se quieren, y en el que se aprende a revivir los momentos centrales de la vida del Señor; o acostumbran a dedicar a la Señora un día de la semana —precisamente este mismo en que estamos ahora reunidos: el sábado—, ofreciéndole alguna pequeña delicadeza y meditando más especialmente en su maternidad»(13).

Nunca menospreció ninguna devoción auténticamente mariana, aunque «no tienen por qué estar incorporadas todas a la vida de cada cristiano». No se trata de «ir amontonando devociones», pero «debo afirmar al mismo tiempo que no posee la plenitud de la fe quien no vive alguna de ellas, quien no manifiesta de algún modo su amor a María»(14).

En Camino no se impone ninguna devoción especial. La libertad de espíritu es también característica de la «vida de infancia espiritual». Se recomiendan, eso sí, las que la Iglesia universal ha recomendado durante siglos, como el Santo Rosario: «El Santo Rosario es arma poderosa. Empléala con confianza y te maravillarás del resultado» (n. 558).

Sin duda el mejor comentario a este punto es otra de las obras de Mons. Escrivá de Balaguer, una joya de la literatura espiritual, que escribió en 1934 y se titula Santo Rosario. También habrá de ser estudiada y comentada en profundidad, pero ahora debemos ceñirnos lo más posible a Camino.

«Lleva sobre tu pecho el santo escapulario del Carmen. —Pocas devociones —hay muchas y muy buenas devociones marianas— tienen tanto arraigo entre los fieles, y tantas bendiciones de los Pontífices. —Además, ¡es tan maternal ese privilegio sabatino!» (n. 500).

Para cruzar sin miedo el puente que enlaza el tiempo con la eternidad es muy bueno revestirse al gusto de Nuestra Madre, con el escapulario del Carmen. «No se trata de asunto de poca monta —enseñaba el Romano Pontífice Pío XII en su Carta con ocasión del centenario del escapulario del Carmen—, sino de la consecución de la vida eterna en virtud de la promesa hecha, según la tradición, por la Santísima Virgen. Se trata, en otras palabras, del más importante de los negocios y del modo de llevarlo a cabo con seguridad»(15).

¿Quién despreciará por menuda cosa que encierra tan serias y firmes promesas de la Madre de Dios? ¿Quién dudará de la omnipotencia suplicante de Nuestra Señora del Carmen? ¿Quién será tan soberbio que sonría displicente ante la humildad de un amor tan misericordioso?

Que sea sabatino ese privilegio también parece confirmar el gusto que Nuestra Madre tiene por el día sábado, como jornada especialmente mariana para sus hijos. Quizá porque desea que la acompañemos, sobre todo, el día de la semana en que sintió la más profunda soledad.

Sea como fuere, «si te acostumbras, siquiera una vez por semana, a buscar la unión con María para ir a Jesús, verás cómo tienes más presencia de Dios» (n. 276).

Manifestar el cariño

El amor filial ansía manifestarse con libertad, y con la sencillez y audacia de los hijos pequeños; hacer lo que sabemos —o sospechamos— que a Ella le agrada. «En la vida espiritual de infancia las cosas que dicen o hacen los "niños" nunca son niñerías y puerilidades» (n. 854).

«¡Cómo gusta a los hombres que les recuerden su parentesco con personajes de la literatura, de la política, de la milicia, de la Iglesia!... —Canta ante la Virgen Inmaculada, recordándole: Dios te salve, María, hija de Dios Padre: Dios te salve, María, Madre de Dios Hijo: Dios te salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo... ¡Más que tú, sólo Dios!» (n. 496).

Muchas veces no basta hablar, hay que cantarle nuestro cariño. Otras, en cambio, basta una mirada: las «"miradas" a la imagen de Nuestra Señora...» (n. 272) llenan un lugar importante de la vida de un enamorado. Cuando Monseñor Escrivá de Balaguer estuvo, peregrino, en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe en México —era el año 1970—, una mujer que rezaba a su lado, sin saber quién era aquel sacerdote piadosísimo con las rodillas hincadas e inmóvil durante largo tiempo, comentó luego: «¡Si no hacía más que mirarla!»(16).

En otra ocasión nuestro autor recordaba otra de sus miradas, de muchos años atrás, en Sevilla, durante una Semana Santa, delante de un paso con una imagen de la Virgen: «Me fui a la luna. Viendo aquella imagen de la Virgen tan preciosa, ni me daba cuenta de que estaba en Sevilla, ni en la calle»(17).

Pero en todas partes le acontecía algo semejante: «Cuando te preguntaron qué imagen de la Señora te daba más devoción, y contestaste —como quien lo tiene bien experimentado— que todas, comprendí que eras un buen hijo: por eso te parecen bien —me enamoran, dijiste— todos los retratos de tu Madre» (n. 501). No obstante, también en este punto se revelaba su amor a la libertad. En la ocasión que acabo de recordar, ante el paso de la Virgen en Sevilla, «alguien —contaba— me tocó así, en el hombro. Me volví y encontré un hombre del pueblo, que me dijo: —Padre cura, ésta no vale na; ¡la nuestra es la que vale! De primera intención casi me pareció una blasfemia. Después pensé: —Tiene razón; cuando yo enseño retratos de mi madre, aunque me gustan todos, también digo, éste, éste es el bueno». Y poco más adelante añadió: «En un rincón de Aragón estamos levantando un gran santuario a la Virgen. Amo tanto a Nuestra Señora, que no haré ninguna propaganda de la Virgen de Torreciudad, ninguna (...) Porque amo a todos los retratos de mi Madre, a todas las imágenes de la Virgen»(18).

Y cuenta D. Javier Echevarría que «pocos segundos antes de dejarnos en la mañana del 26 de junio de 1975, puso con ternura su mirada en la imagen de la Virgen de Guadalupe, ¡en Ella!, que ya le esperaba impaciente, para acompañarle en el paso que separa la tierra del Cielo»(19).

Contemplar, mirar, admirar a la Virgen y dar gracias a Dios «porque hizo tan hermosa a su Madre, que es también Madre tuya» (n. 268), es ocupación muy frecuente de un buen hijo, que no impide, al contrario, ninguna otra tarea. Se trabaja mejor y más a gusto cuando uno mira con frecuencia a su amor y se sabe amorosamente más que correspondido. Se cumple la coplilla peruana:

A la mar, por ser honda, se van los ríos,

y detrás de tus ojos

se van los míos.

A menudo la mirada —que brota de la hondura del corazón—es portadora de un piropo lleno de graciosa pureza, o de una súplica, de un agradecimiento o de un desagravio: «No seas tan ciego o tan atolondrado que dejes de rezar a María Inmaculada una jaculatoria siquiera cuando pases junto a los lugares donde sabes que se ofende a Cristo» (n. 269).

Todo, incluso las miserias propias y las ajenas, ha de convertirse en «industria humana», «truco» o «despertador» del cariño a la Virgen, un motivo para volver hacia Ella el mirar, con el corazón que incrementa así tanto la capacidad como la calidad de su amor.

De este modo, las ideas —no sin un voluntarioso pero amable esfuerzo— se van asociando, y la entera jornada se convierte en un diálogo amoroso con la Madre de Dios, sin que por ello se ceje en el empeño de hallar una dimensión siempre nueva del cariño.

Avidez espiritual

«Si tienes "vida de infancia", por ser niño, has de ser espiritualmente goloso. —Acuérdate, como los de tu edad, de las cosas buenas que guarda tu Madre» (n. 898). El cura de Torcy, aquel personaje entrañable creado por Bernanos, dice —en El diario de un cura rural—: «la piedad es poderosa, es voraz. No sé por qué se la representa siempre como algo blando y quejumbroso. Una de las más fuertes pasiones del hombre, he aquí lo que es».

El niño sano no se satisface con poco. «Pide... la luna» (n. 857). Y Camino nos enseña que siempre tenemos la maravillosa posibilidad de recobrar la salud, y con ella el «hambre», aunque hayamos sido revoltosos, trapaceros, manirrotos, malandrines y barrabases: «Te ves tan miserable que te reconoces indigno de que Dios te oiga... Pero, ¿y los méritos de María? ¿Y las llagas de tu Señor? Y... ¿acaso no eres hijo de Dios? Además, El te escucha "quoniam bonus..., quoniam in saeculum misericordia eius"; porque es bueno, porque su misericordia permanece siempre» (n. 93). Y por eso nos ha dado a su Madre por Madre y la ha constituido en Mediadora de todas las gracias, en Administradora del Paraíso, es decir, de todos los bienes que se guardan para nosotros en los Cielos.

¿Que «tu pobre alma es pájaro, que todavía lleva pegadas con barro sus alas» y no puedes «subir», no puedes volar hacia esas cumbres maravillosas del Amor? (cfr. n. 991). ¿Que en los bajos fondos de tu alma sientes bramar la brutalidad que intentas sofocar con escaso éxito?: «Ama a la Señora. Y Ella te obtendrá gracia abundante para vencer en esta lucha cotidiana. —Y no servirán de nada al maldito esas cosas perversas, que suben y suben, hirviendo dentro de ti, hasta querer anegar con su podredumbre bienoliente los grandes ideales, los mandatos sublimes que Cristo mismo ha puesto en tu corazón. —"Serviam!"» (n. 493). Sí, servirás. «Persevera y "subirás"» (cfr. n. 991).

«Otra caída... y ¡qué caída!... ¿Desesperarte? No: humillarte y acudir, por María, tu Madre, al Amor misericordioso de Jesús. —Un "miserere" y ¡arriba ese corazón! —A comenzar de nuevo» (n. 711). Como un niño que comienza a dar los primeros pasos entre los brazos de su madre, con un caudal infinito de ilusión y de esperanza.

No hay pozo del que no nos pueda sacar. No hay niño tan sucio que no pueda ser limpiado por su madre. Incluso si alguna vez sufre nuestro centro neurálgico, si sobreviene la parálisis del alma, la terrible enfermedad que le hace decir, con una pena indecible, a nuestro Padre Dios: estoy por vomitarte de mi boca(20), esa enfermedad que se llama tibieza, también entonces podemos ser curados si acudimos a la Virgen Santísima: «el amor a nuestra Madre será soplo que encienda en lumbre viva las brasas de virtudes que están ocultas en el rescoldo de tu tibieza» (n. 492). En Camino se «aprende a sacar, de las caídas, impulso: de la muerte, vida» (n. 211). Porque se aprende a ser humilde, a ser niño, a querer a María.

Sí, conviene siempre insistir en la humildad, negación de autosuficiencia, afirmación de omnipotencia en Dios que es mi Padre. «¡Qué grande es el valor de la humildad! —"Quia respexit humilitatem...". Por encima de la fe, de la caridad, de la pureza inmaculada, reza el himno gozoso de nuestra Madre en la casa de Zacarías: "Porque vio mi humildad, he aquí que, por esto, me llamarán bienaventurada todas las generaciones"» (n. 598).

Madre del Amor Hermoso

No podía faltar en Camino un canto a la virtud que la Virgen vive, posee, encarna y difunde de un modo particular, la santa pureza: «"Ne timeas, María!" —¡No temas, María!... —Se turbó la Señora ante el Arcángel. —¡Para que yo quiera echar por la borda esos detalles de modestia, que son salvaguarda de mi pureza!» (n. 511). «La pureza limpísima de toda la vida de Juan le hace fuerte ante la Cruz. —Los demás apóstoles huyen del Gólgota: él, con la Madre de Cristo, se queda. —No olvides que la pureza enrecia, viriliza el carácter» (n. 144), es decir, hace a los hombres, más hombres, y a las mujeres, más mujeres, más femeninas, más recias por dentro y de estampa más bella.

Y como de ello depende no sólo la vida sobrenatural sino también la salud espiritual y física de personas y sociedades, aunque no sea la virtud cimera (como es la caridad teologal), resulta cada día más urgente llevar a cabo el programa que leemos en Camino: «una cruzada de virilidad y de pureza que contrarreste y anule la labor salvaje de quienes creen que el hombre es una bestia. —Y esa cruzada es obra vuestra» (n. 121).

¿A cuántas mujeres y a cuántos hombres habrá removido ya —con la gracia de Dios— este libro? ¿Cuántos estarán empeñados ya, ahora mismo, en esa batalla de amor y de paz que ha de transformar el mundo en un lugar donde impere la verdad, el amor, la justicia, es decir, en una tierra digna de los hijos de Dios? En la santificación del mundo que el autor de Camino predicó con tanto amor de Dios, la mujer tiene un papel fundamental. ¡Qué poco sabía Hamlet de la mujer cuando exclamaba: «Fragilidad, tu nombre es mujer»! El sí que era frágil. Dice el Fundador del Opus Dei: «Más recia la mujer que el hombre, y más fiel, a la hora del dolor. —María de Magdala y María Cleofás y Salomé! Con un grupo de mujeres valientes, como ésas, bien unidas a la Virgen Dolorosa, ¡qué labor de almas se haría en el mundo!» (n. 982).

Por millares —por muchos millares— se cuentan las que, a la vuelta de pocos años, han recibido ya la intensa luz mariana de Camino: mujeres de todas las razas, colores, lenguas, edades, condiciones sociales que van creando silenciosamente hogares luminosos y alegres, el humus feraz donde prende con vigor la semilla de la pureza santa: tanto la hermosura mariana de la virginidad amorosa, como el encanto chispeante, de ordinario bullicioso, de numerosos hogares fecundos, que van poblando según el querer expreso de Dios y bajo la sonrisa de la «Madre del Amor Hermoso» (n. 504) la tierra toda, para que el Cielo se vea lleno de hijos de Dios y completo el número de los elegidos.

Entre tanto —si somos fieles— se irá incrementando también aquel puñado de mujeres y hombres de Cristo que en Camino soñaba nuestro autor, al proclamar a voces su secreto: «Un secreto. —Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos. —Dios quiere un puñado de hombres "suyos" en cada actividad humana. —Después... "pax Christi in regno Christi" —la paz de Cristo en el reino de Cristo» (n. 301).

No es utopía. «"Si habueritis fidem, sicut granum sinapis!" —¡Si tuvierais fe tan grande como un granito de mostaza!... —¡Qué promesas encierra esa exclamación. del Maestro!» (n. 585). Y Ella es Medianera de todas las gracias.

(1) Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 60.

(2) Es ésta una sugerencia de TOLSTOI, en Guerra y paz, p. V, c. II

(3) Ver Via Crucis, prólogo.

(4) Amigos de Dios, n. 229.

(5) Es Cristo que pasa, n. 15.

(6) Cfr. JAVIER ECHEVARRÍA, El amor a María Santísima en las enseñanzas de Monseñor Escrivá de Balaguer, Ed. Palabra, colección .Mundo Cristiano», Madrid, 1978, p. 19.

(7) Vía Crucis, IV, 3.

(8) O. c., XI.

(9) Ioh 19, 25.

(10) SALVADOR BERNAL, Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, 6.' ed., Rialp, Madrid 1980, p. 240.

(11) ANDRÉS VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, Ed. Rialp, Madrid 1983, p. 225.

(12) Es Cristo que pasa, n. 142.

(13) Ibídem.

(14) Ibídem.

(15) La doctrina y la vida cristiana no están hechas sólo de dogmas y proclamaciones solemnes. También consisten en tradiciones y devociones cuya garantía teológica estriba en el Magisterio ordinario de la Iglesia. El maternal privilegio sabatino consta en la Bula de Juan XXII Sacratissimo uti culmine, 3-111-1322. La Virgen Santísima, Madre de Misericordia, prometió descender al Purgatorio el primer sábado después de la muerte de quien hubiere llevado dignamente el escapulario, para librarlo y conducirlo a la bienaventuranza eterna. Es la garantía del triunfo absoluto, no en virtud de un mágico amuleto, sino de una prenda que se viste día y noche como «símbolo elocuente de la oración que invoca el auxilio divino y de la Consagración al Corazón santísimo de la Virgen Inmaculada».

(16) Cfr. ANTONIO OROZCO, Mirar a María, 2.' ed., Editora de Revistas S.A., México 1983, pp. 208-209.

(17) Cfr. Ibídem.

(18) S. BERNAL, o. c., P. 93.

(19) JAVIER ECHEVARRÍA, o. c., p. 13.

(20) Cfr. Apc 3, 16; vid. Camino, n. 325.