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Han escrito sobre Camino
La edición crítico-histórica de Pedro Rodríguez
Ignacio Arellano. Camino: la edición crítico-histórica de Pedro Rodríguez

 

 

Cuando nuestro Vicerrector, Dr. Manuel Casado, me ofreció la oportunidad de presentar en este acto la edición de Camino hecha por don Pedro Rodríguez, lo consideré un privilegio sin pensar que sería también una cura de humildad crítico textual.

Después de haber editado unos cuarenta autos de Calderón y haber dedicado muchas páginas a tareas de edición, la que ahora presentamos me ha enseñado, entre otras cosas, que se podía trabajar mucho mejor, como ha trabajado el editor de Camino.

 


¿Qué significa una edición crítica de Camino, después de decenas de ediciones y cinco millones de ejemplares en manos de sus lectores de todo el mundo? En el sentido estricto del término, si entendemos por edición crítica aquella que reconstruye el arquetipo perdido, el texto original del cual proceden todas las versiones o traslaciones existentes, tal edición no es necesaria para Camino, pues disponemos de lo que en crítica textual se llama versión de última mano, controlada y decidida por el autor. Bastaba reproducir ese texto, que no ofrece problemas, lo que hace don Pedro Rodríguez controlando su fijación textual, a mi juicio definitiva, con algunas ediciones principales y otros materiales de la transmisión. Aunque esta labor no plantee apenas dificultades en nuestro caso, todo editor conoce los requisitos de meticulosidad que exige cuando se hace bien, meticulosidad que permite al editor subsanar, por ejemplo, la errata del punto 980 que había logrado sobrevivir en las sucesivas ediciones. El contexto seguramente aclaraba el sentido, pero el hecho es que una errata en la puntuación dejaba confuso cuál es el texto de San Pablo al que se refiere la frase «Esto dice San Pablo en su primera epístola a los Corintios». En esta edición termina la historia de la errata.

Lo que de verdad convenía era precisamente esta edición crítico-histórica, que va mucho más allá de la sola tarea textual. Este tipo de edición es muy útil para cualquier obra que merezca semejante esfuerzo, pero en el caso de Camino, resultaba de importancia capital, por las razones que el mismo don Pedro Rodríguez apunta a propósito del género y la génesis del libro. En efecto, el editor se ha enfrentado al reto que supone editar no un texto, sino 999 textos, que forman una unidad orgánica, ciertamente, pero que tiene cada uno su historia, sus fuentes, su especial imbricación en el conjunto, su proceso de adaptación al plan último de la obra desde versiones o apuntes de etapas y niveles diversos. Como escribe el editor: «cada una de sus 999 unidades tiene vida propia y contextos y circunstancias muy diversos; una vida espiritual, pastoral y literaria que el texto mismo muestra anterior al texto y mucho más rica que lo que la mera crítica textual puede poner de manifiesto»(1). Lo que nos ofrece este admirable trabajo, tan rico en precisiones, detalles y documentación sobre el conjunto y sobre cada uno de los puntos de Camino, es el mismo desarrollo vital del texto en su hacerse, en su caminar, diríamos. ¿Qué mejor método para transitar por este Camino que levantar el plano de su construcción, colocar las señales indicadoras para el lector que desee penetrar en su contexto vital e histórico como ayuda para la comprensión de su enseñanza?

Pocas veces se hallará, en este sentido, una edición crítica con un aparato tan completo y tan eficazmente ceñido al servicio del texto que ilustra. El lector halla abundante información sobre los capítulos y los puntos concretos de Camino, su proceso de ordenación, las variantes o modificaciones y cualquier categoría de incidencia textual, las fuentes, las referencias que explican la génesis de algunos puntos… y todo en una dispositio textus de modélica claridad y sencillez, lo que no era fácil si tenemos en cuenta la variedad de informaciones recogidas.

En realidad el lector encuentra la historia completa del texto, iluminada con las glosas del editor. Como es habitual, algunas de las incidencias reflejadas en este exhaustivo aparato son de menor calado (leves correcciones de puntuación, sustituciones de vocablos sinónimos para evitar repeticiones causadas en la reordenación de ciertos puntos…). En otras ocasiones, sin embargo, la variante consignada permite asomarse al taller de Camino e incluso intuir ciertas dimensiones estilísticas que no suelen ser meramente exornativas, sino que se integran en el marco espiritual del libro. En el punto séptimo, por ejemplo, que comienza «No tengas espíritu pueblerino. Agranda tu corazón hasta que sea universal, católico», observamos gracias a las notas del editor que el párrafo «No vueles como un ave de corral, cuando puedes subir como las águilas» había sido redactado primero «No vueles como un ave casera». La redacción definitiva no sólo apela a una expresión más clásica, la de ave de corral, sino que introduce la sugerencia de un cercado minúsculo (ausente en «ave casera»), un corral que bien poco espacio deja para ningún vuelo. El punto primero ya nos ofrecía un ejemplo especialmente interesante de estas reelaboraciones que efectúa Josemaría Escrivá, y que podemos examinar gracias a las informaciones del aparato crítico de esta edición. En una primera redacción del punto se lee «Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los caracoles impuros y llenos de odio», lectura que se convierte en la definitiva: «Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio». Es posible que en la sorprendente imagen de los caracoles haya un eco de un texto de Pérez Galdós, como se señala en la nota 4 de la página 215, pero me parece que se explica mejor desde dentro del mismo texto de Camino. El narrador galdosiano proclama su deseo de dejar algún rastro de su existencia al pasar por el mundo, y a Galdós, que en cuestión de léxico y metáforas era bastante chabacano, se le ocurre usar la imagen de la huella babosa para expresar una idea positiva, lo que resulta un tanto grotesco. El punto de Camino tiene un marco completamente distinto. De la idea de una señal sucia se genera la imagen del caracol, en un contexto de referencias negativas a los «llenos de odio». La imagen es aquí perfectamente coherente, a diferencia de lo que sucedía en Galdós. Pero sin duda, sigue siendo una imagen quizá demasiado chocante, capaz de atraer en exceso la atención del lector sobre ella misma. Al sustituirla por «sembradores del odio» se evita este matiz, pero sobre todo se enriquecen de manera extraordinaria las resonancias del texto. En efecto, mientras la imagen del caracol es negativa en sí misma, la del sembrador en la tradición es por el contrario positiva: como explica la parábola de la cizaña, por ejemplo, «El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre». El Beato Josemaría Escrivá regresa a la imagen del sembrador varias veces en Camino: en los puntos 794 y 795 por ejemplo, «Sembrar. Salió el sembrador» y «Con el buen ejemplo se siembra buena semilla», o en la nota a la vigesimoprimera edición donde se refiere a los «sembradores de paz y de alegría en el mundo». El texto definitivo de «sembradores impuros del odio» viene a resultar, pues, si se inserta en sus ecos evangélicos y patrísticos, un ejemplo de lo que llamaba Gracián agudeza de improporción, una contrariedad muy llamativa: el impacto causado en el lector no estriba ahora en una imagen concreta sino en la disonancia que se siente entre lo que debiera ser la misión del sembrador y lo que en verdad hacen los que siembran odio; hasta tal punto el odio pervierte y esteriliza. Añádase que ahora la esterilidad que se menciona al principio del punto («Que tu vida no sea una vida estéril») corresponde precisamente a una simiente pervertida que niega la misión de toda simiente que es precisamente no ser estéril.

Me he permitido extenderme un poco en este ejemplo porque me parece que muestra excelentemente aspectos significativos del cuidado con el que Camino está elaborado, y de la utilidad que el aparato crítico de la edición de don Pedro Rodríguez evidencia para ahondar en esos aspectos. Otros datos aportados permiten examinar la adaptación de un texto de origen más personal al nivel propicio para un receptor universal; o permiten observar la jerarquía de las fuentes que inspiran ciertos motivos, y el predominio en este sentido de los Evangelios, los Salmos y San Pablo, lo que resulta bien significativo, lo mismo que la presencia de autores clásicos como Santa Teresa o San Juan de Ávila.

La identificación de estas fuentes o la comparación con lugares pertinentes de la tradición facilita al lector la meditación sobre el sentido de sus adaptaciones en el punto correspondiente de Camino, como sucede con la paradoja de la valentía del huir en el punto 132, que Don Pedro Rodríguez enmarca en una rica serie de referencias de la espiritualidad católica, en que no falta, por cierto, una cita espléndida de Calderón.

Los comentarios del aparato desarrollan, por otro lado, algunos aspectos fundamentales que se han tratado más sistemáticamente en la introducción, como el género, la estructura o el estilo. Todos estos capítulos introductorios, muy luminosos, son de particular importancia: baste remitir al comentario sobre la comparación que se ha hecho habitual de Camino con el Kempis, donde se advierte que el verdadero paralelo se produce más en la «imitatio Christi» que en el «Contemptus mundi» («todo es bueno» dirá el punto 268; «Sed hombres y mujeres del mundo» escribirá en el 939: no «mundanos», claro).

En lo que se refiere a la propia tarea de la edición debo mencionar especialmente las páginas dedicadas a la historia de la redacción y al examen de los testimonios y el proceso de construcción de Camino desde los apuntes y papeletas varias a las Consideraciones espirituales de 1932 y 1933, o la edición de 1934 de Cuenca, y a la preparación del original definitivo que será impreso en la edición príncipe de 1939.

Normalmente este tipo de capítulos «técnicos» se hacen sólo para los especialistas de la crítica textual. Ya sabemos al editar una obra que casi ningún lector se va a interesar mucho por ellos. Son imprescindibles para justificar la fijación del texto y garantizar la tarea ecdótica, pero generalmente resultan de árida condición, llenos de datos de la transmisión textual, comentario de variantes, criterios de edición, etc. Todo esto hay en la Introducción de don Pedro Rodríguez, y sin embargo, resulta ameno, interesante en sí mismo, y se lee de seguido. La inserción de los detalles ecdóticos en la historia del proceso vivo de la escritura de Camino, la evocación de esa «manera tan característica que el libro tiene de arrancar de la vida y de apuntar a la vida», en palabras de su editor(2), hace que estas páginas, en otras ediciones tan fatigosas, se constituyan en una apasionante reconstrucción que sólo podía hacer alguien que comprende admirablemente el texto sobre el que trabaja, que lo ha asimilado y amado, y que añade a este aprecio por la obra una competencia erudita del más alto rango.

Y que además de todo esto escribe magníficamente.

Creo, en suma, que pocas veces un texto puede tener un editor tan a la altura de la obra editada, y que haya hecho un trabajo con el cuidado y los excelentes resultados como el que tantos lectores, a buen seguro, podrán apreciar en la edición que hoy presentamos que es, a mi juicio, una edición sencillamente insuperable.

Notas

(1) Edición crítica, p. XVII.

(2) Edición crítica, p. 130.