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El impacto de Camino en los años cuarenta
Jesús Urteaga: El impacto de Camino en los años cuarenta

Eran los cuarenta, cuarenta y pocos, los años del hambre en España, en los que con dolor, sangre y lloros, se trataba de cerrar un paréntesis de tres años en los que se había roto la vida de muchos jóvenes.

En ese escenario que rezumaba barro, lágrimas y pesares, entrábamos nosotros, la generación que no había hecho nada; nos asomábamos a la ventana como espectadores atónitos de luchas fratricidas.

En la Universidad y en el Campamento de las Milicias

Por lo que yo viví, por aquel entonces surgía en los ambientes universitarios un libro de formato grande, atractivo en su presentación, que pasaba de mano en mano. No tenía muchas páginas. Eran 999 puntos con exigencias que sólo un hombre muy de Dios podía hacer. Cuando en los pasillos de la Facultad alguien preguntaba a otro si había leído el libro, no hacía falta nombrarlo: se trataba de Camino.

Camino era el libro que usábamos en los Círculos de estudio, al menos en la Asociación católica que yo frecuentaba, en aquellos primeros meses del 40. Cuando lo abrí por vez primera, se presentó ante mis ojos como un escopetazo el n. 846: «De acuerdo: mejor labor haces con esa conversación familiar o con aquella confidencia aislada que perorando espectáculo, espectáculo!—en sitio público ante millones de personas. Sin embargo, cuando hay que perorar, perora».

Y hay que reconocer que en aquel decenio se peroraba mucho.

Algunas de estas Asociaciones católicas fueron fundadas durante la guerra por jóvenes madrileños. Uno de ellos, entonces sargento de Artillería, es hoy un destacado Arzobispo en la Curia romana; otro, muy parlanchín, ocupa actualmente un alto cargo en la Administración pública. Los Círculos de estudio estaban respaldados —yo diría que íntegramente— por Camino; nos lo sabíamos de memoria.

Era un libro que entraba, se metía y penetraba hasta las entretelas.

En este artículo te presento el impacto que produjo su lectura en los ambientes universitarios de los años cuarenta que yo frecuentaba; de esto sí te puedo hablar con cierto conocimiento personal.

Mi condición de estudiante de Derecho me puso en contacto con universitarios vascos, vallisoletanos, valencianos, madrileños y un inmenso abanico de muchachos pertenecientes a diversas Facultades españolas en la primera promoción de la Milicia Universitaria: en Bétera (Valencia) y Chapas de Marbella (Málaga), hoy zona turística, y en el verano del 43 unas tierras privilegiadas por su proximidad al mar y tenebrosas por las moscas y alacranes que infestaban el Campamento. Fuimos pocos los que pudimos escapar de sus picaduras.

El Campamento de las Milicias fue un gran invento que nos permitió hacer con normalidad los estudios en la Universidad. Tanto los dos veranos campamentarios como los seis meses de prácticas en los Cuarteles —con categoría de Alféreces— nos dieron la oportunidad de ponernos en relación con gentes que, de otra forma, no habríamos conocido.

Por ese trato continuo que nos deparaba la vida de Campamento, nos permitió «contactar» con la gente en «mono», un mono o buzo que, al terminar los tres meses de uso ininterrumpido —estaba mal visto el pijama—, se sostenía solo, sin rodrigón que lo sujetara.

Nos conocíamos perfectamente todos los que convivíamos en aquellas enormes tiendas de campaña. Hablábamos de todo y con todos. Resultaba sencillo llegar a la intimidad en las frecuentes y amistosas conversaciones.

Cuántos atardeceres de los «caballeros cadetes» se llenaron de Camino. Los algarrobos, como las dunas de arenas mediterráneas, saben bastante de meditaciones personales con Camino. Muchos —cantidad, dirían ahora los jóvenes— aprendieron en aquellos años a hacer oración de una forma sencilla.

Aprendimos a tratar de «tú» a Dios

No sé si te he contado —no, no lo he hecho— que llevo algún tiempo preguntando a mis amigos de hoy, simples conocidos y compañeros de entonces, cuál fue la impresión que les causó la primera lectura de este libro. Alguno se me ha encogido de hombros; pero los más me han respondido con viveza, contando recuerdos concretos de su primer encuentro con el libro.

Esta fue la primera respuesta que he recopilado. Me lo cuenta Miguel:

—Yo creía que eso de hacer oración era propio de gentes expertas que venían de Lovaina. Con Camino aprendí a hacer meditación de una forma sencilla. Le estoy muy agradecido. Luego he podido adentrarme más por ese sendero, pero sí puedo asegurarte que los primeros pasos los di con Camino.

—En el Campamento, todos los que dedicábamos un rato al atardecer a hacer oración —me decía otro— usábamos, por supuesto, Camino. No conocíamos otro libro.

Un estudiante de Filosofía me comentaba lo complicado y enrevesado que debía ser hacer oración, por lo que él había leído sobre el tema. Recordaba —la verdad es que no lo recordaba bien— que algún autor, allá en la Edad Media, señalaba cinco puntos imprescindibles para hacer bien la meditación; que algún autor llegaba a seis y otro a siete, amén de no sé qué aplicación de las potencias del alma.

No soy quién para criticar métodos que pueden venir bien a los que siguen alguna espiritualidad concreta. Unicamente quiero hacer hincapié que aún hoy me resulta engorroso seguir todo ese conjunto de prescripciones para hacer bien la oración. Lo que quiero hacer constar es que, antes de conocer Camino, la inmensa mayoría de los universitarios no habíamos pensado en eso de hacer oración.

—Para mí —decía aquel que entendía la oración como propia de expertos de Lovaina— fue un descubrimiento encontrarme con el punto 90: «¿Que no sabes orar?» Efectivamente, a quien me hubiera propuesto hacerla, le habría contestado así: No sé hacerla. Pero ahora se me adelantaba, antes de que formulara mi respuesta, para decirme: «—Ponte en la presencia de Dios, y en cuanto comiences a decir: "Señor, ¡que no sé hacer oracion...!", está seguro de que has empezado a hacerla.»

El número siguiente nos resolvía los temas. Esto sí que sabía practicarlo: hablar con Dios de «alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias..., ¡flaquezas!».

Otro compañero de estudios recordaba la repercusión de Camino:

—Hacer oración me resultaba fácil, porque el libro me había enseñado a tratar a Dios de tú (los devocionarios del tiempo empleaban el término Vos), a llamar al Señor por su nombre: Jesús, con la confianza de un amigo. Había algo que me asombraba: no se trataba de ir a la meditación con una lista de súplicas para los problemas personales, por los exámenes, por la novia, por los futuros suegros, sino que hablaba de «conversación», de diálogo, de pararse a escuchar a Dios, y tratar de llegar a la intimidad con Cristo (cfr. nn. 321 y 322).

Hablábamos en voz alta cuando un tercero, ahora a punto de jubilarse, intervino en la conversación.

—A mí me resolvió —¡y no podéis figuraros cómo!— el 267. Me lo sé de memoria. Yo, como la mayoría —por no decir todos—, me acordaba de Dios como de Santa Bárbara, cuando tronaba. Estimo que éramos muchos los que teníamos la idea de Dios como la de un ser muy lejano, con quien se debía pactar porque era Juez que vendrá a pedirnos cuentas; a quien se le debía aplacar, no se enfureciera y nos enviara muchos males.

De pronto —rebus sic stantibus—, en aquellas circunstancias, Camino venía a romper todos esos esquemas que no ayudaban poco ni mucho a vivir como auténticos cristianos. Camino nos gritaba: ¡Eh, que Dios es amigo!, ¡que Cristo vive!, ¡que Dios es Padre!, ¡que el Señor está junto a nosotros! «—Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado» (n. 267).

Te copio lo que me ha dejado escrito en una cuartilla uno de los encuestados:

—Aprovechando que iba a pasar el fin de semana con sus padres, a un compañero de clase le di Camino para que se lo leyera. El mismo día, al despedirse de un amigo suyo, éste también le dio un librajo que era una auténtica porquería en todos los sentidos. Aquella noche al acostarse, encima de la mesita de noche reposaban los dos libros: Camino y el otro. En aquel momento —según me contó más adelante—, conociendo de antemano el contenido de los dos, comenzó en su interior una enorme batalla. De primeras, ganó la porquería, leyó cuatro páginas y... lo dejó. Después tomó Camino y leyó el primer punto: «Que tu vida no sea una vida estéril. —Sé útil. —Deja poso...» No pudo seguir, porque se le cayeron unos lagrimones; y sintió asco de sí mismo. Hizo un acto de contrición y al día siguiente se limpió con una buena confesión. Rompió el otro libro. Hoy Camino le es indispensable.

Un hombre sin ilusión profesional no sirve

Con la confianza que podíamos poner en Dios, el autor nos presentaba un panorama de actuación con exigencias concretas a quienes habíamos recibido la gracia de la fe y por ello habíamos de comportarnos como hombres de Cristo, que no se conformaban con la recitación de unas breves y rutinarias oraciones vocales antes de acostarse. ¿No éramos estudiantes?, ¿no habíamos decidido servir al Señor con los libros? Pues... ¡a estudiar!

Para ciertos amigos míos, que con frecuencia hacían la oración con un Camino muy usado, éste se abría casi siempre por las mismas páginas. El capítulo se titulaba Estudio.

El estudio es una obligación grave. El 348 ponía el dedo en la llaga: ahí estaban los defectos que atiborraban nuestra alma: desidia, dejadez, gandulería, cobardía y comodidad. No, no bastaba con que un estudiante hiciera meditación, ni con que frecuentase los Sacramentos; ni el vivir la castidad era suficiente. Se precisaba estudiar en serio (cfr. nn. 337 y 340).

Todo había que hacerlo con empeño. Me removía interiormente aquel querer imperativo de Camino: «Me dices que sí, que quieres. —Bien, pero ¿quieres como un avaro quiere su oro, como una madre quiere a su hijo, como un ambicioso quiere los honores o como un pobrecito sensual su placer? —¿No? —Entonces no quieres» (n. 316).

Yo no me había parado a pensar en quién había escrito aquellos pensamientos que barrían las vidas estúpidas e incoherentes con tantos altibajos de optimismos y vilezas..., hasta que surgió casualmente mi encuentro con el hombre de Dios que estaba detrás de Camino.

Fue en Valladolid, donde inesperadamente nos preguntaron: ¿Queréis conocer a su autor? —Sí quiero —lo dije en voz alta—; sí lo deseo con toda mi alma.

Después, he agradecido mucho aquella media hora de charla en el patio del Colegio de Lourdes.

El encuentro había sido realmente providencial. Mons. Escrivá de Balaguer había llegado a Valladolid a dar un Retiro a universitarios en el centro en el que nos encontrábamos.

¿Encuentro providencial? Por supuesto. Y se produjo un cambio total, imponente en mi vida, por todo lo que el autor de Camino me decía, por todo lo que me proponía, por todo lo que me sugería, por el panorama entusiasta que presentaba a mi vida. Nos habló de muchas cosas: de Dios, de santidad, de la Obra y de ilusión profesional.

No fueron muchas las preguntas que nos hizo —éramos tres los que charlábamos en aquel momento—, pero una de ellas hacía referencia a los ideales en nuestro trabajo. Si no se estudiaba en firme, con ilusión, uno podía ser un muchacho bondadoso a lo sumo (que no bueno), pero inútil.

La ilusión profesional era la única condición que se nos ponía para acudir y llevar amigos a los Retiros mensuales en la entonces Residencia, hoy Colegio Mayor de la Moncloa, en Madrid.

El mismo afán que otros ponen en sus asuntos terrenos era el que se nos pedía para los asuntos de nuestra alma. En el grupo de amigotes de aquel curso, compartíamos este ideal: si lográbamos en la vida interior la misma ambición grande con que trabajábamos en el campo profesional, seríamos santos.

Camino era una campanada, una sacudida firme que nos animaba a levantar los ojos por encima de los tejados del alma. Ni estábamos solos en el mundo, ni éste podría transformarse sin que hubiera jóvenes que, con los ojos en el cielo, pisaran fuerte en la tierra y la trabajaran con sus manos.

«Camino» nos enseñó a hablar de Dios

En los pasillos de la Facultad, el tiempo libre entre teórica y teórica en el Campamento, la salida de las clases, el bar, la calle, eran lugares y ocasiones para hablar de Dios.

Trataba de sonsacar a un abogado, hoy muy famoso, compañero del último curso de Derecho de 1944, en la Central, y le preguntaba:

—¿No crees que por aquellos años se hacía apostolado? —¿Apostolado? Desde luego apostolado personal, no. Yo lo aprendí en Camino.

Efectivamente, hay que reconocerlo, no era corriente —como tampoco lo es hoy, por desgracia— el hablar de Dios a un amigo. Se nos estimulaba a un apostolado entre los profesionales, entre los colegas: «no me digas que no sabes qué decir. —Porque (...) el Señor pone en boca de sus apóstoles palabras llenas de eficacia» (n. 972).

El autor no nos permitía ni el apoltronamiento ni el que fuéramos cada uno a lo nuestro. «Esas palabras, deslizadas tan a tiempo en el oído del amigo que vacila; aquella conversación orientadora que supiste provocar oportunamente» (n. 973).

Algunos años después no son extraños los Documentos con ideas que ya habíamos leído en el n. 353: «Aconfesionalismo. Neutralidad. Viejos mitos que intentan siempre remozarse. ¿Te has molestado en meditar lo absurdo que es dejar de ser católico, al entrar en la Universidad o en la Asociación profesional o en la Asamblea sabia o en el Parlamento, como quien deja el sombrero en la puerta?»

—¿Qué supuso para ti el primer encuentro con Camino?

—Un descubrimiento —me contesta un hombre muy metido en política—. Hoy soy muy proselitista de mis ideas. Entonces, cuando leí Camino, aprendí a hacer apostolado, preocupándome seriamente de mis compañeros de aula. Viví ciertamente unos años muy abierto a las exigencias de Dios y a las de mis amigos. Me escudaba en la comodidad al decir de mí mismo que era débil. Recuerdo que el 714 me llamó cobarde. Estimo que fue aquello lo que me hizo reaccionar: salí de mí mismo y comencé a mirar alrededor. Ciertamente había muchas cosas que hacer. Algunos dicen que Camino es un libro de oración; para mí fue un clarinazo para la acción. No sé si serán textuales las palabras, pero aquel número me lo he repetido multitud de veces: No te imagino ni encogido ni apocado. Has de ser varonil y normal; de lo contrario, en lugar de ser apóstol, serás una caricatura que dé risa.

Efectivamente, esa doctrina está en el 877.

Sí, nos impulsaba a la acción y a una acción que, alimentada en la vida interior, debería desbordarse en las almas de los más próximos, en la labor diaria.

«—Lo que hay que hacer, se hace... Sin vacilar... Sin miramientos...» (n. 11). ¿No comprobáis que sigue vivo el consejo? ¡Qué nos importaban los obstáculos! Había que crecerse ante ellos. ¡Camino arriba!, con santa desvergüenza, sin detenerse hasta que subiéramos del todo la cuesta del cumplimiento del deber (cfr. n. 44).

Y si alguno de quienes estaban junto a nosotros se desmoronaba, yo le leía lo que a mí me había levantado de la tibieza: «La juventud da todo lo que puede: se da ella misma sin tasa.»

«No tengas espíritu pueblerino.» Y mi amigo y yo hacíamos el propósito de no quedarnos en aves de corral porque podíamos subir como las águilas. «—La gracia del Señor no te ha de faltar: (...) —¡pasarás a través de los montes!» (n. 12).

Nunca se ha impulsado a tanto con menos medios

—La sacudida me llegó a mí con lo de los cincuenta —me comentaba un magistrado, ahora a punto de jubilarse.

Al notar mi extrañeza, añadió, como quien se lo había repetido interiormente multitud de veces: «Dile, a... ése, que necesito cincuenta hombres que amen a Jesucristo sobre todas las cosas» (n. 806).

Las respuestas a mi pregunta sobre el impacto de Camino han sido muy variadas, lógicamente. Así, me han contestado que Camino supuso para ellos: ideales, recomienzos, apuntar alto, adentrarse en la mar, generosidad, preocupación por los vecinos. Y lucha.

Y como se trataba de luchar, los comodones no tenían nada que hacer. O cambiaban o cerraban el libro. Estaba escrito para quienes no queríamos detenernos en lo fácil. En sus páginas aprendimos que nunca «eso» había sido camino para nada. Entender que la juventud huye de lo peliagudo es no conocer a los jóvenes. Tratar de hacer cómodo el cristianismo sólo sirve para aumentar el número de los mediocres. Aquellos 999 puntos nos hablaban de Dios, y las cosas de Dios siempre exigen marchar contra corriente.

¿Que otros tenían muchos medios, que levantaban maravillas de organización, de prensa, de propaganda... y nosotros no teníamos ninguno? ¡Y qué nos importaba! Si alguien entristecía se le leía el 478: «¿Pero, ¡a estas alturas!, va a resultar que necesitas la aprobación, el calor, los consuelos de los poderosos, para seguir haciendo lo que Dios quiere?» Y el siguiente: «No hagas caso. —Siempre los "prudentes" han llamado locuras a las obras de Dios. —¡Adelante, audacia!»

Estimo que de continuar preguntando a estudiantes de aquellos años de Universidad no acabaría nunca. Así que lo dejó. Camino fue —y es, porque todo en él está vivo— un libro que nos enseñó a hacer oración, tratando a Dios como Él quiere ser tratado, con confianza de hijos, y nos abrió horizontes de generosidad, para no decir basta cuando surgiera el cansancio. Las páginas del Fundador del Opus Dei nos inculcaron la ilusión profesional como ingrediente en nuestra vida de cristianos responsables. Nos impulsó a muchos a marchar cuesta arriba, como lo hizo Jesucristo y se lo enseñó a todos sus discípulos.

¿Dónde andará aquel amigo que una tarde me comentaba como sintiéndose aludido?: «¿No sabes que eres el cacharro de los desperdicios?»

Un último añadido y finalizo esta suma de recuerdos sobre Camino.

—¿Sabes que hubo estudiantes que lo cerraban por miedo a complicarse la vida? No había vez que lo abriera y comenzara a leer un capítulo, que no dijera con un gracioso sonsonete: ¡huy, huy, huy...! Y dejándole sobre la mesilla se iba de paseo.

Pocos libros se han escrito con tantas exigencias. Daba la impresión de que era el Señor quien pedía mucho a su autor y, lógicamente, nos lo comunicaba a los lectores. ¡Eh, más!, que a la hora del sacrificio son pocos los que arriman el hombro (cfr. n. 466).

¡Más en la oración, más en el estudio, más en la preocupación por los demás, más en el apostolado, más en el servicio a la Iglesia! Eran tres los grandes amores que nos predicaba: Cristo, María, el Papa.

Camino estaba escrito para todos. Catedráticos, periodistas, políticos, diplomáticos, estudiantes, trabajadores, hombres y mujeres, aparecen en sus páginas como destinatarios de esas líneas penetrantes, en las que aletea el espíritu de Dios, como se leía al iniciar la «Introducción» firmada en Vitoria, en la festividad de San José de 1939.

Gracias, Padre, por habernos mostrado claramente el Camino. Es senda atractiva y espinosa, brillante y pedregosa. Marcharemos de la mano de Santa María, por ese sendero luminoso que recorreremos con muchos en la tierra antes de llegar al Cielo.