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Han escrito sobre Camino
El humanismo cristiano en Camino
Antonio Millán Puelles. El humanismo cristiano en Camino

Antonio Millán Puelles

Con la sola excepción de los Evangelios, ha sido Camino el libro que más decisivamente ha influido en mi vida. Tanto antes como después de leerlo por vez primera, he conocido y meditado la enseñanza de otros célebres libros de espiritualidad, auténticas joyas de la literatura ascética y mística. Y, verdaderamente, no sabría yo comparar los singulares méritos de estas obras con las calidades de Camino, si bien es cierto que tampoco alcanzo a ver la utilidad que ello pudiera rendirme. Así pues, al decir —con la única salvedad ya señalada— que ha sido Camino el libro más decisivo en mi vida, no entraba en mis intenciones el formular una valoración, sino que he querido, simplemente, dejar consignado un hecho. Pues bien, la reflexión sobre este hecho me ha llevado, en más de una ocasión, al intento de perfilar y definir los rasgos más peculiares de Camino (al menos, los que mejor me expliquen el impacto que este libro ha hecho en mí). Y a este empeño responden las ideas que aquí voy a exponer y que representan un esbozo de la fisonomía de Camino, tal como ya la veo al cabo de muchos años de insistencia en la meditación de su doctrina.

He de reconocer que fue el estilo literario de Camino, más que el propio tenor de sus consejos y sugerimientos, lo que, al leer por vez primera este libro, cautivó mi atención. Hay, en efecto, en Camino un evidente señorío del lenguaje, que, en mi opinión, se debe al concertado ajuste de dos cosas aparentemente incompatibles: la reciedumbre y la delicadeza; y es muy probable que, sin esta lograda síntesis del vigor y el matiz en la expresión, las ideas de Camino no me hubiesen afectado inicialmente como ya entonces lo hicieron. Y, sin embargo, Camino es —sustancialmente— el pensamiento que en sus páginas aparece como sembrado a voleo. Y este pensamiento, a mi entender, se cifra en un radical humanismo cristiano vitalmente llevado a sus últimas consecuencias. Tal es, en suma, el esquema que unifica y sintetiza mi visión de las enseñanzas de Camino. Pero este esquema, para tener alguna utilidad, requiere ciertas puntualizaciones que, a la vez que lo justifiquen, hagan también patente su concreto sentido y, de este modo, determinen exactamente su alcance.

¿Puede hablarse, lícitamente, de un humanismo cristiano? La respuesta negativa a esta pregunta se ha querido basar en que la afirmación llevaría consigo nada menos que la reducción del Cristianismo a un puro y simple humanismo, o bien una inadmisible sobrevaloración de su aspecto humano y natural, con detrimento de su dimensión sobrenatural y divina. Justamente en virtud de esta última acusación, tenía yo descalificada por completo la idea misma del humanismo cristiano —y no sólo algunas de sus diversas interpretaciones— cuando inicié mi primera lectura de Camino. Pensaba entonces, dicho en pocas palabras, que el Cristianismo es esencialmente un divinismo —tal como lo había calificado, gráficamente sin duda, uno de mis maestros más admirados y queridos—, de donde había que inferir que cualquier insistencia en los aspectos humanos no podrá valer para otra cosa que para empobrecerlo o diluirlo, cuando no para adulterarlo.

Ha sido la lectura de Camino —la reflexión sobre su pensamiento— lo que en definitiva me ha llevado a dejar esta convicción. Hoy pienso que, como en Cristo lo divino no elimina lo humano, ni lo humano menoscaba lo divino, otro tanto es preciso que ocurra en el Cristianismo, por virtud, cabalmente, de su plena fidelidad al Hombre-Dios, en la que estriba su razón de ser. Y así lo he mantenido por escrito: «Lo que es esencialmente el Cristianismo depende de lo que Cristo es esencialmente. En consecuencia, puesto que Cristo es hombre, hay que decir que el Cristianismo es un humanismo. Mas como quiera que Cristo es también Dios, se ha de afirmar, a su vez, que el Cristianismo es también un divinismo» (cfr. mi artículo «El concepto de humanismo», incluido en el volumen titulado II Encuentro Cultural de la Sociedad Española de Médicos Escritores —Murcia, 1982, pp. 21-30).

En las páginas de Camino no hay nada paralelo o similar a este abstracto razonamiento. Evidentemente, no es Camino un tratado de teología, sino un haz de incitaciones y mociones, para «herir» al lector, coloquialmente expresadas en directa actitud confidencial («Son cosas que te digo al oído,/ en confidencia de amigo, de hermano,/ de padre»). Así se explica que en las páginas de este libro el humanismo cristiano esté presente, no como tesis que se demuestra o se analiza en forma conceptual, sino de un modo concreto, con una presencia funcional y dinámica, por la vital conexión de lo divino y lo humano. Ambos aspectos aparecen fundidos —operativamente solidarios— en el conjunto del libro (no, como bien se puede comprender, en todos y cada uno de los puntos). Y este vital ensamblaje permite ver, con máxima claridad, que el divinismo cristiano puede ser vivido —y concebido— como un humanismo auténtico, sin que por ello pierda ni uno sólo de sus quilates.

Leo, por ejemplo, el punto 334: «Oras, te mortificas, trabajas en mil cosas de apostolado..., pero no estudias. —No sirves entonces si no cambias. El estudio, la formación profesional que sea, es obligación grave entre nosotros». Aquí está bien patente el humanismo, a través del ejemplo de una virtud humana; pero que no se trata, en forma alguna, de un humanismo inmanente, encerrado en el hombre, es cosa de la que tampoco puede quedar ninguna duda al leer: «Sólo te preocupas de edificar tu cultura. —Y es preciso edificar tu alma. —Así trabajarás como debes, por Cristo: para que Él reine en el mundo hace falta que haya quienes, con la vista en el cielo, se dediquen prestigiosamente a todas las actividades humanas, y, desde ellas, ejerciten calladamente —y eficazmente— un apostolado de carácter profesional» (n. 347). Y otro ejemplo, que pudiera servir como un emblema de todos los alegables: «Sed hombres y mujeres del mundo, pero no seáis hombres o mujeres mundanos» (n. 939).

Como aquí no se trata de hacer una antología de los textos confirmativos del humanismo divinista de Camino, pueden bastar los pasajes que acabo de transcribir. Sin embargo, todavía quiero añadir otro, que en mi primera lectura de Camino fue uno de los que más sintomáticos y elocuentes me resultaron. Es el punto 371: «Cuando bullen, "haciendo cabeza" de manifestaciones exteriores de religiosidad, gentes profesionalmente mal conceptuadas, de seguro que sentís ganas de decirles al oído: ¡Por favor, tengan la bondad de ser menos católicos!» La punzante ironía del ruego que pone fin a estas palabras vale más que toda una larga y abstracta peroración sobre la necesidad, para el cristiano, de esforzarse por adquirir y practicar las virtudes humanas.

A la vista de este punto de Camino se me vuelve nítido el sentido del humanismo cristiano: la inequívoca afirmación, en la teoría y en la práctica, de los valores humanos como parte integrante —indisociable, por tanto— del efectivo y verdadero Cristianismo. Cierto que, por sí solos, los valores humanos resultan enteramente insuficientes para un humanismo divinista, pero sin ellos, o únicamente con su remedo y simulacro, ¿cómo podría ser el Cristianismo un verdadero humanismo, bien así como Cristo es un auténtico hombre?

Antes dije que el pensamiento de Camino se cifra en un radical humanismo cristiano vitalmente llevado a sus últimas consecuencias. Ahora es claro y preciso lo que al denominarlo radical quise dar a entender: que la afirmación de los valores humanos está en su propia raíz. Pero esto es verdad en la medida misma en que también lo es que su razón primordial tiene un sentido cristiano y no meramente humano, porque consiste en el amor a Cristo y no en un puro y simple amor al hombre. Así, efectivamente, lo hace ver el esencial sentido sobrenatural que se encuentra en la más honda inspiración de todos los pensamientos de Camino y que de una manera explícita aparece en muy abundantes ocasiones, como, por ejemplo, en ésta (la más significativa para mí): «Si pierdes el sentido sobrenatural de tu vida, tu caridad será filantropía; tu pureza, decencia; tu mortificación, simpleza; tu disciplina, látigo, y todas tus obras, estériles» (n. 280).

Ello quiere decir que el humanismo cristiano de Camino, sin que le falte nada para ser plenamente humano (pues Cristo es perfectus horno), se quedaría en pura nada si en definitiva su raíz no estuviese en la humanidad —la Santísima Humanidad— del Hombre-Dios. Y esto mide todo el alcance de ese sentido sobrenatural que, por hacer que el hombre participe de la vida divina, es realmente un endiosamiento, como lo llama el autor de Camino, pero un endiosamiento, añade éste, «que, al acercarte a tu Padre, te hará más hermano de tus hermanos los hombres» (n. 283). De nuevo nos volvemos a encontrar con la indisoluble conexión de lo divino y lo humano, la cual es verdaderamente radical por no apoyarse en el hombre, sino en Dios. «Te escribí, y te decía: "me apoyo en ti: ¡tú verás qué hacemos...".» ¡Qué íbamos a hacer, sino apoyarnos en el Otro!» (n. 314).

¿Cómo podría ser éste el humanismo de quienes en las empresas apostólicas se valieran únicamente —o bien de una manera principal— de recursos humanos? Camino está en las antípodas de semejante humanismo. «Pero... ¿y los medios? —Son los mismos de Pedro y de Pablo, de Domingo y Francisco, de Ignacio y Javier: el Crucifijo y el Evangelio... —¿Acaso te parecen pequeños?» (n. 470). O el punto 471: «En las empresas de apostolado está bien —es un deber— que consideres tus medios terrenos (2 + 2 = 4), pero no olvides ¡nunca! que has de contar, por fortuna, con otro sumando: Dios + 2 + 2...». En el Autor de Camino el humanismo estriba, por lo que atañe a los medios, no en negar la necesidad, ni tampoco la prioridad, de los recursos sobrenaturales, sino en afirmar que también han de ponerse los humanos, lo cual es tanto como sostener que no vale ninguna excusa por dejar de actuar en calidad de «cómplices de Dios».

Pero hay, además, una segunda razón —tan importante como la primera— por la que en otro aspecto es radical el humanismo cristiano de Camino: la ilimitada universalidad de su mensaje. En principio, éste se dirige a todo hombre, a cualquiera, no tan sólo a unos pocos, más o menos selectos y calificados. De esta suerte, puede decirse que se trata del humanismo para el hombre común, sea cualquiera el lugar donde se encuentre. «Tienes obligación de santificarte. —Tú también. —¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: "Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto"» (n. 291). «¡Animo! Tú... puedes. —¿Ves lo que hizo la gracia de Dios con aquel Pedro dormilón, negador y cobarde..., con aquel Pablo perseguidor, odiador y pertinaz?» (n. 483). Y en lógica concordancia con su hallarse, en principio, abierto a todo hombre, Camino considera positiva la falta de «uniformidad» en quienes se comportan como apóstoles. «Te pasmaba que aprobara la falta de "uniformidad" en ese apostolado donde tú trabajas. Y te dije: Unidad y variedad.—Habéis de ser tan varios, como variados son los santos del cielo, que cada uno tiene sus notas personales especialísimas. —Y, también, tan conformes unos con otros como los santos, que no serían santos si cada uno de ellos no se hubiera identificado con Cristo» (n. 947).

La apertura a todos los hombres no se paga en Camino con la exclusión de lo diferencial para limitarse a lo común. Dicho de otra manera: el humanismo de Camino no es abstracto, sino máximamente —radicalmente— concreto. Cabría pensar que esto es simple realismo, ya que en la realidad de los seres humanos se incluye, evidentemente, la diversidad de éstos entre sí. Pero en Camino no se trata sólo de que es menester contar con esta diversidad como con algo ciertamente inevitable; antes por el contrario, de lo que se trata es de «santificarla», y por eso en el punto 947, ya consignado arriba, se hace expresa mención de los santos del cielo como dotados —no como desprovistos— de sus especialísimas notas personales. La santidad estriba en identificarse con Cristo; pero, con la ayuda de Dios, esto, en principio, es posible —así lo afirma Camino— para todos los hombres, no a pesar de sus diferencias, sino precisamente a través de ellas. Y adviértase que las diferencias en cuestión no se limitan a las provenientes de estados o situaciones de carácter extrínseco por su origen o su sentido, sino que son también las determinadas —de una manera explícita acabamos de verlas referidas al caso de los «santos en el cielo»— por «notas personales especialísimas», y lo personal no es lo externo, sino lo íntimo.

El humanismo cristiano llega a su plena radicalidad, sin caer en abstraccionismos, cuando el solo título de hombre es apreciado como suficiente, con la ayuda divina, para entregarse de lleno a la búsqueda de la cristiana perfección. Pero en Camino esto quiere decir también, de una manera muy determinada y precisa, que nadie tiene que «salirse» de nada (se sobreentiende, de nada realmente honesto) para entrar por las vías que conducen a una efectiva santificación. «¡Qué afán hay en el mundo por salirse de su sitio! —¿Qué pasaría si cada hueso, cada músculo del cuerpo humano quisiera ocupar puesto distinto del que le pertenece? No es otra la razón del malestar del mundo. —Persevera en tu lugar, hijo mío: desde ahí ¡cuánto podrás trabajar por el reinado efectivo de Nuestro Señor!» (n. 832).

Tal vez se piense, por aquello de quien mucho abarca poco aprieta, que Camino ha de exigir poco a los muchos destinatarios a los que, en principio, se halla abierto. La lectura de una cualquiera de sus páginas, entresacada al azar, hace ver exactamente lo contrario. Consideremos solamente dos muestras. «¿Que... ¡no puedes hacer más!? —¿No será que... no puedes hacer menos?» (n. 23). «Me dices que sí, que quieres. —Bien, pero ¿quieres como un avaro quiere su oro, como una madre quiere a su hijo, como un ambicioso quiere los honores o como un pobrecito sensual su placer? —¿No? —Entonces no quieres» (n. 316). (Permítaseme subrayar, aunque tan sólo sea incidentalmente, que la recia elocuencia de este texto se basa en la fuerza humana de los ejemplos aducidos en él y, de los cuales, todos —menos uno— son ejemplos de vicios. En Camino, incluso la conciencia del poder de los vicios humanos sirve de estímulo para enardecer la voluntad en el amor a Dios y, a la vez, como punto de comparación y referencia para medir el alcance y la intensidad de este amor.)

Por lo que atañe a la guarda del corazón hay en Camino —sobre todo, en lo concerniente a la manera de relacionarse con el prójimo— consideraciones y advertencias que, por lo mucho que exigen, pueden parecernos inhumanas, si las leemos con escaso espíritu cristiano, es decir, con olvido, o con poca memoria, de lo que nos pide el Hombre-Dios. El punto 154 plantea exactamente la cuestión y le da una respuesta en la que lo humano y lo divino aparecen, una vez más, vitalmente enlazados. «Tienes miedo de hacerte, para todos, frío y envarado. ¡Tanto quieres despegarte! —Deja esa preocupación: si eres de Cristo —¡todo de Cristo!—, para todos tendrás —también de Cristo— fuego, luz y calor.»

Vitalmente llevado a sus últimas consecuencias, el humanismo cristiano hace en Camino que el lector quede inmerso en una cálida atmósfera de incitaciones y sugerimientos, a la vez que de entrañable intimidad. Desde el primer contacto con las enseñanzas de este libro adquirimos la convicción de que no se nos va a tratar ni con blandura ni con una lejana e impersonal amabilidad. Leer Camino es sentirse muy hondamente querido y a la vez —y justo por ello— exigentemente requerido a dar de sí lo mejor. Y uno acaba por entender el ennoblecimiento que produce el verse tratado así (con esa fe, con esperanza tan alta y con tan firme y apremiante caridad).

El autor de Camino, que nos quiere magnánimos, busca a fondo nuestra humildad. Y para ello fustiga implacablemente, con despiadada dureza, los vicios de la vanagloria y del orgullo. «No olvides que eres... el depósito de la basura. —Por eso, si acaso el Jardinero divino echa mano de ti, y te friega y te limpia... y te llena de magníficas flores..., ni el aroma ni el color, que embellecen tu fealdad, han de ponerte orgulloso. —Humíllate: ¿no sabes que eres el cacharro de los desperdicios?» (n. 592). «Si te conocieras, te gozarías en el desprecio, y lloraría tu corazón ante la exaltación y la alabanza» (n. 595).

La magnanimidad y la nobleza nunca son megalomanía. De ahí que uno de los modos en que lleva Camino al humanismo cristiano hasta sus últimas consecuencias sea también una forma de humildad: la de hacer, siempre, pocos y muy concretos propósitos. Para no quedarse en una especie de hipertensión afectiva o simple gesticulación sentimental, el entusiasmo tiene el deber de aliarse con el realismo más exigente y riguroso, lo cual implica el ceñirse, en cada una de las ocasiones, a unos pocos y bien perfilados objetivos. «Concreta. —Que no sean tus propósitos luces de bengala que brillan un instante para dejar como realidad amarga un palitroque negro e inútil que se tira con desprecio» (n. 247). «Haz pocos propósitos. —Haz propósitos concretos. —Y cúmplelos con la ayuda de Dios» (n. 249).

En idéntica línea se mueve la esencial importancia que Camino atribuye a las pequeñas cosas de las que habitualmente se compone el más fiel cumplimiento del deber. Conducido a sus últimas o más radicales consecuencias, el humanismo cristiano se nos muestra aquí, otra vez, como realismo y, por ende, como humildad. Nada tiene que ver, por consiguiente, con los escozores e inquietudes engendrados en la conciencia por el morboso aguijón de los escrúpulos. Estos no son realismo ni humildad, sino timidez y encogimiento entreverados de orgullo o nacidos, acaso, de él. «Rechaza esos escrúpulos que te quitan la paz. —No es de Dios lo que roba la paz del alma» (n. 258). «No pienses más en tu caída. —Ese pensamiento, además de losa que te cubre y abruma, será fácilmente ocasión de próximas tentaciones. —Cristo te perdonó: olvídate del hombre viejo» (n. 262).

Diametralmente opuesto a los escrúpulos, el sentido del interés y la importancia de las cosas pequeñas es finura de espíritu y delicadeza de amor. Así es como realmente aparece al mirarlo a la luz del humanismo cristiano de Camino, y así es también como no puede verlo el megalómano, que no tiene ojos nada más que para lo aparatoso y ostentoso. «¿Has visto cómo levantaron aquel edificio de grandeza imponente? —Un ladrillo, y otro. Miles. Pero, uno a uno. —Y sacos de cemento, uno a uno. —Y sillares, que suponen poco, ante la mole del conjunto (...). ¿Viste cómo alzaron aquel edificio de grandeza imponente?... —¡A fuerza de cosas pequeñas!» (n. 823). «Todo aquello en que intervenimos los pobrecitos hombres —hasta la santidad— es un tejido de pequeñas menudencias, que —según la rectitud de intención— pueden formar un tapiz espléndido de heroísmo o de bajeza, de virtudes o de pecados» (n. 826).

La celosa atención a los pequeños deberes de cada momento no tiene la refulgente brillantez de las grandes heroicidades convertidas en espectáculo. Pero es callada magnanimidad. Y, a mi modo de ver, constituye el más claro signo de que la santidad tras la que anda el humanismo cristiano de Camino no es una vocación para situaciones especiales y seres excepcionales, sino para hombres y mujeres que, metidos de lleno en «este mundo», quieren divinizar, con la ayuda de Dios, las pequeñeces humanas de los menesteres cotidianos del vivir ordinario y más común.