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Camino: un modo propio de mirar a Dios y al mundo

Cardenal Alfonso López Trujillo.
Camino: un modo propio de mirar a Dios y al mundo

Expreso mis sentimientos de la más profunda gratitud por el señalado privilegio, que asumo con particular complacencia, de prestar mi modesta colaboración en la presentación de la edición crítico-histórica de Camino.

Este trabajo monumental sólo se explica por el empeño del admirado Prof. Pedro Rodríguez, gran conocedor de la espiritualidad del Beato Josemaría, que ha volcado en estas páginas su devoción y transparente familiaridad con la vida y la obra de quien lleva el sello de una santidad reconocida por la Iglesia.

Es una providencial convergencia que en este mismo año en el que celebramos alborozados el Centenario del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, la Iglesia se prepare para la solemne ceremonia de su canonización el 6 de octubre.

Cuando en mi juventud, en la Acción Católica y luego en el Seminario Mayor, tomé entre mis manos Camino, me impresionó. Y más aún que la tersura del lenguaje, el vigor de estas consideraciones que se vuelven plegaria, diálogo arraigado en Dios, viva interpelación, directa, contundente.

Los santos, contemporáneos de Dios

Otros autores bien conocidos en el panorama literario como Rabindranath Tagore o Gibran Khalil Gibran, y un buen número de poetas de la lengua española, nos ofrecen una sabiduría que abre el corazón a la trascendencia y nos hacen respirar, en cierta forma, el aroma de un incienso sacro que nos libera de encadenarnos a la tierra. Josemaría Pemán decía que somos un poco de polvo con afanes de Dios... El autor de Camino nos conduce más allá: nos mete, era su intención, “en caminos de oración y de Amor”. Se tiene la sensación de un mensaje “trasvasado” desde la abundancia de Dios –“pleroma” es la expresión paulina–, que llega hasta nosotros en la comunidad eclesial. Es una plegaria viva, surgida en el corazón de la comunidad de los creyentes que peregrina hacia Dios, entre las tribulaciones del mundo y las consolaciones de Dios(1). Tribulaciones que experimentó el Fundador del Opus Dei –cuando, por ejemplo, el grupo de los más cercanos era dispersado por la persecución–, y que fueron como una forja de acero. Ya San Ignacio de Antioquía recomendaba a quienes debían ofrendar al Señor su cuota de cruz: «mantente firme como el yunque bajo los martillazos»(2). Tal actitud, que siempre necesita la Iglesia de Cristo, y que hilvana los puntos todos de Camino, lo hacía exclamar: «¡Qué alegría, poder decir con todas las veras de mi alma: amo a mi madre la Iglesia Santa!»(3).

Releyendo, mejor, meditando de nuevo, en estos días, «estas páginas, en donde aletea el espíritu de Dios» (como expresaba el Pastor de Vitoria, en la presentación de 1939), percibía cabalmente cómo se establece un circuito dialéctico, por una parte, entre el mensaje vital, repleto, penetrado de Dios, en un diálogo que es un apresurar con el Beato Josemaría Escrivá nuestro paso de peregrinos; y por otra, la corriente espontánea de quien se siente interpelado para indagar sobre el autor: ¿quién fue?, ¿cómo pudo escribir con ese inconfundible talante?, ¿qué lo llevó a hacerlo? La respuesta a esta elemental indagación es hoy un secreto a voces, coral: así escribió, así pudo hacerlo, alguien que se sumergió en el océano del amor de Dios, alguien, como observará Kierkegaard refiriéndose a San Pablo, que se dejó aferrar por Dios con brazos más potentes que los de un luchador.

El Padre, como cariñosa y reverentemente ha sido llamado, deja que circule como agua fresca la experiencia de su intimidad con Dios. Son experiencias de las que se hace cauce: pasan por él, pero no culminan en él, sino que remiten al Señor, en la “locura” de seguir a Cristo(4). Era ésta la dedicatoria al regalar una historia de Jesús: «Que busques a Cristo: que encuentres a Cristo: que ames a Cristo»(5). Sólo los santos son contemporáneos de Dios y de los hermanos, en una tal sintonía que se transforma para éstos en compasión y comprensión, en un diálogo concreto y exigente. Por eso Camino es «confidencia de amigo, de hermano, de padre... (así lo indica) para que se alce algún pensamiento que te hiera, y así mejores tu vida y te metas por caminos de oración y Amor». Escrivá (le complacía jugar con su apellido) se sentía impedido a escribir, para tocar a las puertas del corazón, y herirlo con algún pensamiento. Es una herida que abre surcos en donde –portador de las semillas del Evangelio– lanza los granos soñando en una cosecha abundante.

El Señor resucitado acompañó en el camino a los discípulos de Emaús, cuya esperanza se había ido a pique. Saliéndoles al paso los rescató de semejante naufragio. Comentaron más tarde: «¿No ardía acaso nuestro corazón cuando él, a lo largo del camino, nos hablaba y nos explicaba las Escrituras?»(6). Hacer que el corazón arda de entusiasmo es el logro de los Santos, de los místicos, en el amplio vergel del Señor. A alguien escribía: «Fomenta esos incendios en tu corazón, esas hambres de almas»(7). Y al comienzo mismo de sus consideraciones escribe: «... ilumina con la luminaria de tu fe y de tu amor (...), y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón»(8).

Esto explica por qué Camino es uno de los escritos de espiritualidad más importantes del riquísimo patrimonio espiritual y cultural de la Iglesia. Con razón, Don Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, recuerda que Camino es ampliamente reconocido como un “clásico de la espiritualidad”, y en sus veneros muchos han bebido y lo harán en el futuro con sed de Dios(9). Desde su primera edición en 1934, con el título de Consideraciones espirituales, las más de 350 ediciones de Camino, en 215 idiomas, con cerca de cinco millones de ejemplares, Camino es una viva conversación con Jesucristo. Son recientes las ediciones en cebuano, guaraní, tamil, thai, noruego, bielorruso. Tan extraordinaria difusión no tiene su explicación solamente en el frondoso árbol de tantos millares de fieles del Opus Dei en el mundo. Se lee también y se medita allí donde quienes han sido formados y están imbuidos de esta espiritualidad, no están todavía presentes.

Son escritos que revelan permanente lozanía y conservan su prístina energía, hoy más que nunca necesaria en un mundo, no pocas veces como ajado y marchito por la rutina, aturdido al alejarse de Dios, al ponerlo entre paréntesis; marginándolo de la existencia social y personal. La experiencia de los Santos ha de caer como lluvia fresca para que resurja, en el desierto, la vida. En el encuentro con el Señor todo reverdece y se recrea.

En el surco de la vida cotidiana

Camino ha sido escrito en el surco de la vida cotidiana, como fruto de una apasionada experiencia apostólica. Detrás de cada una de las notas hay incontables testimonios personales cuyo eco fiel recogemos en las páginas cautivantes que el Prof. Pedro Rodríguez nos ofrece. Se trata como de un mosaico en el que cada pieza se ensambla con las limítrofes y van dando profundidad y calor a las figuras representadas. El conjunto adquiere en sus contornos luminosos, como un gran icono del Señor, en el firmamento de la Iglesia.

Las piezas de este mosaico fueron como cinceladas y puestas al horno no de manera intemporal y desencarnada. Como fruto de una inspiración a cuyo servicio se pone la pluma.

Ya Mons. Alvaro del Portillo, afirmaba, a propósito de Camino: «nada en el libro es elucubración (...); nada hay allí artificioso o hipotético. En cada una de sus páginas palpita la incontable riqueza de lo realmente vivido...»(10). Los textos, bien conservados bajo el nombre de Apuntes íntimos, nos ubican en el “humus” en el que fue germinando Camino: son palabras, consideraciones, invocaciones que recogen la sabiduría espiritual que Dios le va otorgando, agrega Don Álvaro(11). Los cuadernos que brindan tan rico y abundante material (¡lástima que el Santo hubiera quemado el primero!) «son notas ingenuas –dice el autor de Camino- que escribí durante mucho tiempo de rodillas y que me servían de recuerdo y despertador»(12).

Esta obra, crítico-histórica, que representará para tantos un instrumento precioso de investigación, de fortalecimiento en la fe, de oración “para meternos en Cristo”, nos invita, y no como espectadores, sino como inmersos en el misterio de una vida “escondida en Cristo” (un poco como la noción de misterio, como algo que “compromete”, engagé).

A lo largo de estas más de 1.000 páginas, que nos haría recordar la paciencia y dedicación de monjes benedictinos, Pedro Rodríguez nos lleva de su mano maestra para presenciar, como desde dentro, la gestación o la génesis de Camino. En ese inquirir a fondo la historia de su gestación, nos hace ir más allá del texto, para –en su feliz expresión– «sorprender el texto en su hacerse»(13). Ese sorprender el texto en su hacerse más que gratificar espíritus curiosos tiene la virtud de abrir las puertas a una más honda, cabal y vital comprensión del texto. Tal es la impresión que se tiene de tantos interesantísimos aportes que contribuirán a meternos por caminos de oración y de amor.

Santidad en medio del mundo

Esta obra nos acerca más y mejor a la intuición del Santo que, en breve, la Iglesia proclamará jubilosa; intuición doctrinal que refleja un modo específico de mirar a Dios y también el mundo. Contempla, en efecto, la necesidad de revitalizar la presencia de los cristianos en el mundo, como si se experimentara aquello de la Carta a Diogneto: «Lo que es el alma en el cuerpo, esto son los cristianos en el mundo»(14). De ahí, la insistencia en que el bautismo, carta de ciudadanía cristiana, es una llamada radical a la Santidad, llamada radical, concreta, personal, de cada día. Era esto algo que quizás podía parecer cosa propia de las almas fuera del mundo. En tal sentido, en Camino, empieza a vislumbrarse la aproximación del Concilio, en la llamada específica a los laicos para santificarse en el mundo, sin ser del mundo.

La vocación a la santidad en la dimensión peculiar secular es, sin duda un aporte luminoso. Esta intuición, me parece, tiene mucho que ver con la realidad del trabajo, de las profesiones, en un exigente cumplimiento del deber, que es permanente acicate para legiones de cristianos coherentes. Tomar hoy, con plena seriedad, las concretas responsabilidades históricas, ante el divorcio entre la fe y la vida, que tanto preocupó al Beato Josemaría y al Concilio Vaticano II, y que explica en buena parte la enorme actualidad del carisma del Opus Dei, es un cometido prioritario en el campo de la familia y de la vida. Escribía el Concilio, y podemos hallar en tantas páginas de Josemaría Escrivá, un como anuncio: «A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el Reino de Dios, gestionando los asuntos temporales y ordenándoles según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida...»(15).

Urs von Balthasar, precisamente tratando del laicado, decía que la flecha va más lejos cuando el arquero tensa más la cuerda poniéndola junto al corazón. Los Santos abren horizontes insospechados y hacen que la Iglesia respire y dé la vida. Ellos son su talante genuino y como su rostro capaz de iluminar porque reflejan la Luz de Cristo. El Padre, el Beato Josemaría, ha lanzado su flecha luminosa muy alto, muy lejos, porque el mensaje, la Buena Nueva la puso dentro de su corazón. Nunca como una figura evasiva, como desencarnada e inasible: nos pone y transita con nosotros en un Camino que despunta en Dios.

Para usar el símil —bien conocido—, los Santos son como árboles que tienen sus raíces en lo alto, vueltas a Dios. Del arraigo en Dios recaban toda su vitalidad, su capacidad de crecimiento y su misma capacidad de testimonio. Reciben del sol que surge de lo alto(16) su capacidad de iluminar y de la cercanía al centro, al fuego incandescente, su capacidad de ser fuego que calienta.

El ímpetu de una nueva evangelización

En Camino, y aquí radica su plena y fresca vigencia, hallamos la energía siempre renovada para un despertar en un empeño evangelizador. El beato Escrivá pone su vida y su obra en convergencia a la proclamación de esa noticia capaz de inundar de jubilo y de razones para vivir y amar, los corazones. ¿No es ésta la ley del Evangelio vivido y proclamado? ¡Una gran noticia que incendia el mundo!

En el libro que me cabe el honor de presentar, la característica evangelizadora se capta por doquiera. Ante el desafío de la secularización y el enfriamiento de no pocos, que se parecen a “lava enfriada”, en expresión de Hans Urs von Balthasar, la peculiaridad primera de la Nueva Evangelización a la que convoca el Santo Padre, es ésta de ser “nueva en su ardor”. Una Iglesia enfriada, replegada sobre sí misma, difícilmente respira y el respirar de la Iglesia es llenarse de la Palabra de Dios ¡para proclamarla! La comunidad cristiana, ante los riesgos difusos de neo-paganismos, tiene necesidad de sentir el calor, desde el Espíritu, en sus entrañas, para ser como un volcán, y el nuevo fuego de amor, que es siempre vivo en el verdadero creyente, surge allí donde el encuentro con Cristo es el encuentro personal con el Cristo vivo, en su Iglesia.

Al Espíritu Santo la Iglesia implora: “Fove quod est frigidum”. Aunque la luz, el fuego, la sal, respecto de Cristo y de la necesidad del testimonio cristiano son signos privilegiados en el Evangelio, llama la atención el iterado uso de este símil en el Beato Escrivá. Así inicia sus consideraciones en Camino: “Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor (...) y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón”(17).

El ímpetu de una Nueva Evangelización, para cuyo impulso me parece aporta Camino tantas energías y estimulo, sobre todo allí donde cunde un enfriarse del fervor de la fe, tiene como primera condición ser “nueva en su ardor”. Por eso hilvana sus recomendaciones y plegarias con la perspectiva de una permanente actualidad: “Que el fuego de tu amor no sea un fuego fatuo. —Ilusión, mentira de fuego, que ni prende en llamaradas lo que toca, ni da calor”(18). El contraste con el genuino fuego de Cristo, advierte: “(...) De cerca, repeles: te falta calor. —Qué lástima”(19).

Hay que ser testimonio con ansia misionera como Xavier: “Tienes vibraciones a lo Xavier: y quieres conquistar para Cristo un imperio (...). Fomenta esos incendios en tu corazón, esas hambres de almas”(20). Los Santos despiertan a los somnolientos e interpelan a los satisfechos, enrostran nuestras tibiezas y debilidades y desenmascaran a quienes cubren de equívoca teología el desgano evangelizador, incluso en nombre del respeto o de lo implícito. Así ni Xavier, ni Josemaría Escrivá se sentirían satisfechos con “los cristianos anónimos”. Es preciso contagiar la fe como el “fuego nuevo” de la Vigilia pascual: “Enciende tu fe (...). ¡Jesucristo ayer y hoy y siempre!”(21). Los santos deseos se ubican en esta perspectiva: “Un chispazo puede dar lugar a una hoguera”(22). La fe sólo se enciende en la búsqueda, el encuentro y el amor a Cristo(23) y es necesario amarlo con la fuerza de todos los corazones(24). El fuego que arde, también ilumina. Lejos de Cristo se camina en las sombras. Nos transmite el Beato el dolor y la vergüenza de un cristiano oscurecido en un mundo apagado. “Aun resuena en el mundo aquel grito divino: ‘Fuego he venido a traer a la tierra, ¿y qué quiero si no que se encienda?’. —Y ya ves: casi todo está apagado... ¿No te animas a propagar el incendio?”(25).

Propagar el incendio es evangelizar, en el Espíritu y en el corazón de la Iglesia ¡con un nuevo ardor! La fidelidad a esta consigna de fibra evangélica ¿no es la clave de la propagación del Opus Dei por doquiera, con fuerza transformadora?

Evangelio: luz, fuego, calor

En el volumen que, en sus diversos aspectos, estamos presentando un puñado de conferencistas y que cabe esperar muy pronto sea traducido a muchas lenguas, me interesó particularmente la unión que, con penetrante intención catequística, hace Camino entre luz y fuego y cuyas trazas don Pedro Rodríguez va descubriendo, “sorprendiendo el texto en su hacerse”. “¿Brillar como una estrella..., ansia de altura y de lumbre encendida en el cielo? Mejor: quemar, como una antorcha, escondido, pegando tu fuego a todo lo que tocas. —Éste es tu apostolado: para eso estás en la tierra”(26).

Nos informa el autor de esta obra crítico-histórica que la primera parte del punto que acabo de citar está inspirada en una caricatura japonesa y que la segunda es una meditación del “Ignem veni mittere in terram”(27). Está vinculada, esa primera parte, al punto 459: “tu caridad... es presuntuosa. —Desde lejos, atraes: tienes luz. —De cerca, repeles, te falta calor”. A Josemaría Escrivá se le quedó hondamente grabada aquella caricatura que contempló en su juventud: “Todo esto me recuerda cierta curiosa caricatura japonesa: el hombre práctico coloca su farol a poca altura, para alumbrar en la noche a su familia, que se entretiene y charla iluminada por la llama humilde: el hombre presuntuoso (el pseudo-apóstol) coloca la lámpara en lo alto de un palo de veinte metros (...) pero ni ilumina a los extraños, ni calienta el hogar de los suyos, a quienes además deja a oscuras” (Vid. Forja 1019). En otra oportunidad, con toques vivaces, echa mano de la caricatura, en una plática, con aplicaciones sugerentes para la vida.

Permitidme que ahora yo me atreva a usar libremente las reflexiones del Beato Escrivá para recordar que la novedad del ardor de la Nueva Evangelización surge en el fuego de amor del hogar (lo que le da sentido al término) y que la usaré para invitar, en la noche (de un mundo a oscuras), a alumbrar la familia con un farol cercano, capaz de dar calor. Y que al calor del amor la familia crece y hace que sus miembros crezcan a imagen de Cristo. La familia iluminada, evangelizada, encendida en el fuego de Cristo, será evangelizadora.

Una Nueva Evangelización en la Iglesia, ¡en plena fidelidad al Cristo vivo! Me haría interminable si pretendiera recoger todas las referencias al respecto en Camino. No hay en su invitación cansancio, desgaste de rutina, sino la permanente novedad que inunda la Iglesia de alegría, en un anuncio auténtico. Pienso que el buen humor, de que hacía gala el Beato Josemaría, tuviera también en esto el secreto. Permitidme, como si fuera una síntesis, transcribir de nuevo el texto: “¡Qué alegría poder decir, con todas las veras de mi alma: amo a mi madre la Iglesia Santa!”(28).

Amor a esta Iglesia, la de Cristo, que sólo a Él pertenece, con este Sucesor de Pedro, que recibe y transmite de labios del Maestro palabras de vida eterna, Cabeza del colegio de los Sucesores de los Apóstoles, en este momento de la historia, Santa y pecadora en sus miembros, en peregrinación, perseguida de tantos modos, incluso sistemáticamente ridiculizada. Retorna a la mente la observación de Kierkegaard, mucho más actual de lo que imaginaba: “Si Cristo volviese al mundo, quizás no sería condenado a muerte, sino puesto en ridículo. Es éste el martirio de los tiempos de la inteligencia: ser condenados a muerte es de los tiempos de la pasión y del sentimiento”(29). Ésta es la Iglesia a la que hay que amar y por la que hay que sufrir, con entrañas de hijos.

Amar esta Iglesia que es a la vez Madre y Maestra, portadora de la verdad y que lleva al puerto seguro, porque no se pierde en medio de la tempestad, y que recibe su origen, su misión, su identidad desde el Señor. Hace poco leía en un teólogo (lava enfriada era su manojo de reparos) que decía que la Iglesia primero debía ser ‘pueblo’ y luego, de Dios (con su acentuación característica), como si el genitivo, la pertenencia a Dios, no fuera la raíz de su mismo ser. El beato Escrivá comunica el gozo de amar y de pertenecer a la Iglesia y la alegría de saber a quién, en ella, nos entregamos y ¡para quién vivimos!

“¡Hay que romper a cantar!, decía un alma enamorada, después de ver las maravillas que el Señor obraba por su ministerio”(30). Camino, con la obra monumental que se nos brinda, es un romper a cantar, como María, las maravillas de Dios.

+Alfonso Cardenal López Trujillo

Notas

(1)Cfr. San AGUSTÍN, De civitate Dei, XVIII, 51, 2; PL 41, 614.

(2)Carta a Policarpo de Esmirna, III, en Cartas. Ignacio de Antioquía. Carta. Policarpo de Esmirna. Carta de la Iglesia de Esmirna a la Iglesia de Filomelio; introducción, traducción y notas de Juan José Ayán Calvo, Col. Fuentes patrísticas, 1,: Ciudad Nueva, Madrid 1991.

(3)Camino, 518.

(4)Camino, 916.

(5)Camino, 382.

(6)Lc 24, 31.

(7)Camino, 315.

(8)Camino, 1.

(9)Cfr. Prólogo a la edición crítica.

(10)Prólogo de Javier Echevarría, pág. XIV.

(11)Cfr. edición crítica, pág. 27.

(12)Cfr. edición crítica, pág. 23.

(13)Edición crítica, pág. XVI.

(14)Carta a Diogneto, 6; en Padres apostólicos, introducción, traducción y notas de Juan José Ayán, Ciudad Nueva, Madrid 2000.

(15)Lumen Gentium, 31.

(16)Cfr. Lc 1, 78.

(17)Camino, 1.

(18)Ibidem, 412.

(19)Ibidem, 459.

(20)Ibidem, 315.

(21)Ibidem, 584.

(22)Ibidem, 320

(23)Cfr. Ibidem, 382

(24)Cfr. Ibidem, 402.

(25)Ibidem, 801

(26)Cfr. Ibidem, 835.

(27)Lc 12, 49

(28)Camino, 518

(29)Søren KIERKEGAARD, Diario, n. 2001, vol. 5, 3ª ed. a cargo de Cornelio Fabro, Morcelliana, Brescia 1980, p. 91.

(30)Camino, 524.