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Significado teológico-espiritual de Camino

Significado teológico-espiritual de Camino

Álvaro del Portillo (1914-1984)
Prelado del Opus Dei

 

 

 

 

 

Después de la marcha al Cielo del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, he tenido el privilegio —así me lo encargó expresamente— de leer y anotar sus Apuntes íntimos. Se trata de ocho cuadernos, donde se recogen anotaciones manuscritas del Fundador del Opus Dei. En una de estas notas, fechada el 7 de agosto de 1931, tras relatar un acontecimiento trascendental de su vida interior, se lee: «A pesar de sentirme vacío de virtud y de ciencia (la humildad es la verdad..., sin garabato), querría escribir unos libros de fuego, que corrieran por el mundo como llama viva, prendiendo su luz y su calor en los hombres, convirtiendo los pobres corazones en brasas, para ofrecerlos a Jesús como rubíes de su corona de Rey.»

Esta aspiración de Mons. Escrivá, que arrancaba del fuego interior de su espíritu, ha encontrado una cabal expresión en Camino, un libro que desde hace años es célebre en la literatura cristiana universal y que ha sido, en efecto, un «camino» para que multitud de hombres y mujeres se acerquen a Dios. Y, sin embargo —esto es lo que ahora quiero subrayar—, el Autor de este best-seller, cuando dio a la imprenta estos pensamientos y consejos espirituales, no pensaba en un libro de gran difusión: su objetivo era sencillamente poner en manos de las personas que le rodeaban, a quienes dirigía espiritualmente —en gran parte, jóvenes universitarios, obreros y enfermos—, unos puntos de meditación que les ayudaran a mejorar su vida cristiana.

Camino, en efecto, salió a la luz en 1934 bajo el título de Consideraciones espirituales. Fue editado en una modesta imprenta de Cuenca; su contenido era más reducido que el de la edición definitiva, que, con el título ya consagrado —Camino—, apareció en Valencia en 1939. Pero Consideraciones espirituales no era, a su vez, sino la edición impresa de unas hojas que había tirado a multicopista —a «velógrafo», se decía entonces— en 1932 para uso de las personas que trataba más directamente en su apostolado. Por eso mismo, en aquel primer texto impreso, ni siquiera figura el nombre completo del Autor: lo firma, sencillamente, «José María».

Se ha dicho, muy justamente, que Camino no es un libro escrito en una biblioteca, no es el fruto de una elucubración intelectual, deducida desde la literatura teológica. Ni siquiera responde a la actitud previa de un autor que «decide» escribir un libro. La primera redacción de estas páginas tan celebradas se inscribe, como he dicho hace un momento, en la cotidiana e intensa tarea pastoral y en la oración personal de aquel joven sacerdote que, cuatro años antes —por inspiración divina, ha subrayado Juan Pablo II(1)—, había fundado el Opus Dei.

La lectura de las notas y apuntes íntimos, a que he hecho referencia, arroja luz muy clara sobre el origen de Camino. Casi la mitad del libro —las 438 consideraciones impresas ya en 1934—está tomada, prácticamente a la letra, de esas notas personales que el Siervo de Dios fue redactando desde que era muy joven. Llevaba siempre consigo unas octavillas en blanco, con el fin de anotar en el acto las inspiraciones que recibía de Dios, o también las ideas que le venían a la mente o el corazón, para alimentar su vida interior, o para organizar la Obra que Dios le pedía. Después las transcribía en cuartillas, con una redacción completa, y finalmente las pasaba a los cuadernos de Apuntes íntimos, destruyendo las cuartillas. A estas anotaciones las llamaba familiarmente catalimas, en honor de Santa Catalina de Siena, a quien tenía gran veneración por su amor apasionado a la verdad. El conjunto es un documento espontáneo, de gran belleza, de tersa frescura y ciertamente autobiográfico.

Hay un proceso que suele verificarse en la vida de los santos que han sido, al mismo tiempo, buenos escritores. Así me lo ha sugerido la lectura, hace pocos días, de unas palabras de aquel gran Santo, Doctor y Padre de la Iglesia, que es Agustín de Hipona. Explicando la génesis de sus celebérrimas Confesiones, escribe: «Los trece libros de mis Confesiones son una alabanza, en el bien y en el mal, al Dios justo y bueno, y excitan hacia Él la mente y el corazón. Éste es, al menos, el sentimiento que produjeron en mí mientras las escribía, y que ahora renuevan cuando las leo. Los demás... que juzguen por su cuenta. Sé que a muchos hermanos les agradan mucho y les siguen gustando»(2).

Un proceso semejante se dio indudablemente en el alma de Mons. Escrivá de Balaguer. Al leer sus Apuntes íntimos, se descubren señales, frases recuadradas, etc., que tienen como objetivo facilitar su posterior localización: indicio cierto de que las meditaba una y otra vez. Muchas de ellas —despersonalizadas, para que no se sepa a quién se refieren— son puntos enteros de Camino. Como el Autor mismo hace notar, la relectura de esas frases le ayudaba a calibrar mejor la acción de Dios en su alma, a afinar constantemente en el cumplimiento exacto de la Voluntad divina. Y, viendo el bien que le hacían personalmente, pronto intuyó que también podrían servir a muchas otras personas de la calle; y, en primer lugar, a sus hijas y a sus hijos, que deseaban seguir su mismo rumbo espiritual.

La realidad es que aquellas hojas de circulación casi privada se fueron convirtiendo, tras la edición definitiva, en uno de los libros de la literatura católica más leídos en el siglo xx. Redacto estas cuartillas para un volumen que los editores pensaron con ocasión del ejemplar número 3.000.000 de Camino, cifra que ya ha sido rebasada ampliamente, mientras escribo. Camino, a menos de cincuenta años de su publicación, es un verdadero clásico de espiritualidad, traducido, leído y meditado en las lenguas más dispares, a las que ha sido vertido el castellano rico y terso de su lengua original. Millones de personas de toda raza y lengua, jóvenes y mayores, mujeres y hombres, han aprendido a tratar a Cristo y a su Madre, a preocuparse de los demás, a amar a la Iglesia y al Papa, a descubrir el valor divino de las realidades humanas, gracias a la lectura y meditación de este libro.

Más aún, cosa que puede sorprender, tratándose de un texto penetrado enteramente de la más viva y recia fe católica: Camino se ha difundido también entre cristianos no católicos, que encuentran en sus páginas alimento espiritual, a la vez que una llamada hacia la plenitud de la fe. Incluso personas no bautizadas se sienten movidas por su lectura a llevar una vida humana limpia, a trabajar con seriedad y con empeño, a respetar y comprender a los demás hombres, a convivir con todos; en definitiva, a un modo de vida abierto a Dios.

Esta realidad «ecuménica» de Camino obliga a preguntarse cómo unas páginas, cuyo origen redaccional tiene contextos tan marcados, han podido difundirse entre personas pertenecientes a medios culturales, no ya diferentes al originario de Camino, sino tan diversos entre sí. ¿Cuál es la inspiración profunda de este libro, capaz de dar razón —además de la actuación de la gracia, que Dios concede como y cuando quiere— del bien que ha hecho y sigue haciendo en gentes tan distintas?

Aunque a primera vista pueda resultar paradójico, la universalidad de Camino en el tiempo y en el espacio, lo que podríamos llamar su carácter «transcultural», encuentra una primera explicación en las mismas razones que lo sitúan en un concreto contexto cultural e histórico. Porque Camino ha nacido de la vida misma, y ésta se da siempre en determinadas coordenadas de lugar y tiempo. Camino es un diálogo que un sacerdote de Cristo emprende con su Padre Dios y con las almas que el Señor pone a su lado: hombres y mujeres corrientes, metidos en el trabajo y en la vida profesional, traídos y llevados por los afanes diarios, solicitados por el amor humano y por el amor de Dios, experimentando la miseria del pecado y las llamadas divinas. Nada en el libro es

elucubración, dije antes; nada hay allí artificioso o hipotético: en cada una de sus páginas palpita la incontable riqueza de lo realmente vivido. De ahí proviene el perenne frescor de este libro y ésta es, sin duda, la razón de que, aun habiendo sido escrito en circunstancias históricas bien determinadas, Camino interese a millones de personas que viven en otros contextos culturales. Las circunstancias históricas —de tiempo, de lugar, de situación— en que nacieron los puntos de Camino son como la envoltura que queda trascendida por la vida que allí se encierra.

La inspiración profunda de Camino es, por decirlo en una palabra, la existencia cristiana vivida por seres de carne y hueso, que se desarrolla en las condiciones ordinarias del mundo.

El Señor concedió sin duda a aquel sacerdote joven y pobre, sin medios humanos —«yo sólo tenía 26 años, la gracia de Dios y buen humor», repetiría Mons. Escrivá de Balaguer años después—, una excepcional penetración en lo que sucede en el hondón del alma humana, en el corazón del hombre, en ese cotidiano acontecer común a todo ser que viene a este mundo. Le concedió, de modo particular, una visión clara y diáfana de la propia situación de criatura ante su Creador. Aquel noverim me, noverim te —conocer a Dios y conocerse a sí mismo— en el que San Agustín cifraba todas las ansias de la mente humana(3), es lo que se refleja en las páginas de Camino. Y esto, y no otra cosa, es lo que permite que un obrero alemán, o una enfermera colombiana, o una madre de familia japonesa, o un abogado nigeriano se encuentren, leyendo el libro, vitalmente interpelados por la misma palabra del sacerdote de Cristo —por Cristo, en definitiva— que conversaba en el Madrid de los años 30, y en toda España y en todo el mundo después, con los hombres y mujeres que encontraba en su caminar diario.

En los puntos de Camino, lo que se impone al lector es la realidad concreta del corazón humano —que trasciende las culturas—; y la realidad, también concreta, de la gracia divina, del Dios que llama a cada persona y le ofrece un destino eterno. Muchos lectores de Camino, a veces incluso lectores que no se proponían «leerlo» sino «hojearlo» —el libro había caído en sus manos por casualidad—, se han quedado como «prendidos» o «enganchados» en un punto, que les hacía patente, de manera luminosa e insospechada, una dimensión decisiva de su existencia; o que les situaba, de manera inquietante, ante la exigencia de una resolución personal. Se comprende que un hombre con intención recta, incluso agnóstico, pueda encontrarse «afectado» de la manera más personal, al leer, por ejemplo en el punto 237 de Camino, estas palabras.

«... ¿No es cierto que tu mal humor y tu tristeza inmotivados —inmotivados, aparentemente— proceden de tu falta de decisión para romper los lazos sutiles, pero "concretos", que te tendió —arteramente, con paliativos— tu concupiscencia?»

Aquí no hay contextos. Estamos ante una palabra cristiana —humana— que se dirige al fondo del corazón de todo hombre, tal como es, tal como existe en este mundo nuestro, manchado por el pecado y amado y redimido por Cristo. Es una palabra que apela a la autenticidad del hombre y le sitúa ante la realidad de sí mismo, que es la primera etapa del camino que lleva a plantearse la vida ante Dios. Mons. Escrivá de Balaguer solía decir que esto es lo que había buscado siempre con su predicación: «Si interesa mi testimonio personal —predicaba el Viernes Santo de 1960—, puedo decir que he concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida»(4).

Esta dimensión humana de Camino explica la capacidad demostrada por el libro de conectar con las esperanzas y aspiraciones de cualquier hombre o mujer que sienta verdaderamente su propia dignidad, independientemente de sus convicciones religiosas, ofreciendo al lector ilusión e impulso para llevar una vida humanamente más limpia y más noble.

Pero Camino, desde su primera línea hasta la última, es un libro explícitamente cristiano. No podía ser de otro modo, si se atiende a su origen. Cristo lo llena todo en sus páginas, pues Él —Cristo-- es el Camino del hombre; y el fondo del hombre —su corazón— se esclarece a la luz de la Verdad de Cristo y se inflama con la Vida —el Amor— de Cristo. De ahí que en el lector de Camino, el impulso que el libro provoca hacia una vida humana digna sea, de ordinario, inseparable del llamamiento a que asuma de nuevo las exigencias —tantas veces olvidadas o dormidas— de la vida sobrenatural, de la vida nueva de los hijos de Dios: es decir, de la vida cristiana, tal como la propone la tradición de la Iglesia Católica. Vida Sobrenatural, Fe, Caridad, La Virgen, Santa Misa, La Iglesia, Oración, Mortificación, Comunión de los Santos, etc.: los títulos de tantos capítulos de Camino muestran, ya en su tenor literal, esta realidad cristiana y católica que es la vida que en sus páginas se describe.

Esta doble componente —divina y humana— de la existencia del cristiano es, como dije antes, la fuente más profunda de Camino. Pero estas consideraciones, que vengo haciendo, quedarían incompletas si se olvidara un dato fundamental: el Autor es el Fundador del Opus Dei. Desde el 2 de octubre de 1928, fecha en la que el Señor le hizo «ver» la Obra, todas sus energías de sacerdote —con la oración, con la palabra, con la pluma, con los hechos— estuvieron encaminadas a hacer el Opus Dei en el mundo: la voluntad que Dios le había manifestado se enseñoreó de la manera más completa de toda su actividad. He convivido intensamente con Mons. Escrivá de Balaguer, día tras día, a lo largo de cuarenta años casi ininterrumpidos, y puedo decir que, a imitación del Maestro, el alimento de su espíritu era cumplir la Voluntad de Dios, que se le hizo evidente en aquella fecha bien precisa.

Esto, que acabo de recordar, es importante para comprender el libro que nos ocupa y el tenor de la espiritualidad que llena sus páginas. Camino, como puede ya deducirse de lo que dije al principio a propósito de su origen, refleja la vida espiritual y la predicación del Fundador del Opus Dei en los primeros años después de la fundación: fueron sus páginas un instrumento para dar a conocer, para difundir, el mensaje que el Señor le hizo entender aquel 2 de octubre. El núcleo central, la idea básica de este mensaje la había formulado ya, de la manera más precisa, en un escrito del año 1930 dirigido a los miembros del Opus Dei:

«Hemos venido a decir con la humildad del que se sabe pecador y poca cosa —horno peccator sum (Lc 5, 8), decimos con Pedro—, pero con la fe del que se deja guiar por la mano de Dios, que la santidad no es cosa para privilegiados, que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión u oficio. Porque esa vida corriente, sin apariencia, puede ser medio de santidad.»

Dios Nuestro Señor, en efecto, ha suscitado el Opus Dei para contribuir a que los fieles cristianos corrientes, que viven en las circunstancias ordinarias de la vida humana, tomen conciencia de la llamada universal a la santidad, y sepan que la respuesta a esa llamada ha de llevarles a la santificación del trabajo profesional ordinario y de esas mismas circunstancias de la vida, que, de esta manera, se hacen camino, camino hacia Dios.

Por eso, además de hundir sus raíces en la vida humana y en la vida cristiana, hay que señalar en Camino este tercer elemento: la espiritualidad específica del Opus Dei. No es, sin embargo, un elemento sobreañadido a los anteriores: brota con sobrenatural espontaneidad del alma de Mons. Escrivá de Balaguer, mientras conversa sobre el sentido humano y cristiano de la vida. Así, los rasgos básicos de la espiritualidad cristiana que el Señor le inspiró van coloreando el patrimonio recibido en la fe de la Iglesia: son como el punto de mira espiritual desde el que se contempla en Camino lo humano y lo cristiano, lo natural y lo sobrenatural.

La espiritualidad del Opus Dei, plenamente inscrita en la doctrina y en la praxis de la Iglesia, pone de relieve algunos puntos de la espiritualidad y de la ascética cristiana que habían quedado en un segundo plano, o incluso relegados prácticamente al olvido, con el paso de los siglos. Estoy seguro de que en las distintas colaboraciones de este volumen esos aspectos serán estudiados, de una manera o de otra. Ahora me limito a destacar, ante todo, la llamada universal a la santidad, a la que ya me he referido; unido a ella, el valor santificador de la vida ordinaria, pues aquella llamada divina sería ilusoria o desencarnada si no convirtiera en caminos divinos —con expresión de Mons. Escrivá de Balaguerlos mismos caminos de la tierra; a continuación, su constante afirmación de que la perfección humana —en el trabajo, en todas las actividades terrenas— está en la base y, a la vez, es exigencia de la perfección cristiana; finalmente, el deber y el derecho de todos los fieles de participar en la misión de la Iglesia haciendo apostolado.

Aquel fondo humano y cristiano —en el que he insistido al principio—, vivido y expresado en sus páginas con estos rasgos de la espiritualidad del Opus Dei, explican que el libro, a los cincuenta años de su publicación, sea plenamente actual. Camino ha ido preparando en este tiempo a millones de personas para entrar en sintonía y acoger en profundidad algunas de las enseñanzas más «revolucionarias» que, treinta años después, promulgaría solemnemente la Iglesia en el Concilio Vaticano II. Leamos algunos textos de Camino y del Concilio.

La Constitución dogmática Lumen gentium tiene un punto culminante —así lo ha vuelto a subrayar el reciente Sínodo Extraordinario de los Obispos del año 1985— en el capítulo titulado precisamente «La llamada universal a la santidad en la Iglesia», cuyo número 40 comienza con esta solemne declaración: «Nuestro Señor Jesucristo predicó la santidad de vida, de la que Él es Maestro y Modelo, a todos y cada uno de sus discípulos, de cualquier condición que fuesen. "Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto"». Son éstas unas palabras que resultan familiares para tantos lectores de Camino, que se han visto interiormente sacudidos por la tajante palabra del Fundador del Opus Dei, que les despertaba a la plenitud de la vida cristiana:

«Tienes obligación de santificarte. —Tú también. —¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos?

A todos, sin excepción, dijo el Señor: "Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto"» (Camino, n. 291).

Este lenguaje coloquial y directo de Camino y aquel estilo discursivo y teológico del Concilio ponen de relieve, en efecto, la misma realidad cristiana. Así lo experimenta también el que lee, por ejemplo, la descripción de la vida y misión de los laicos en el n. 31 de Lumen gentium: «viven en el mundo, es decir, en todas y cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios a cumplir su propia misión, guiándose por el espíritu del Evangelio; y así, igual que la levadura, contribuyen desde dentro a la santificación del mundo y descubren a Cristo a los demás, brillando ante todo con el testimonio de su vida, con su fe, esperanza y caridad». Esa concreta realidad apostólica es la que Camino contempla, arrancando desde la vida teologal del cristiano, que excluye todo activismo superficial:

«... Quietud. —Paz. —Vida intensa dentro de ti. Sin galopar, sin la locura de cambiar de sitio, desde el lugar que en la vida te corresponde, como una poderosa máquina de electricidad espiritual, ¡a cuántos darás luz y energía!..., sin perder tu vigor y tu luz» (Camino, n. 837).

Una de las declaraciones del Concilio Vaticano II llamada a tener más trascendencia pastoral es su doctrina sobre la fundamentación cristológica del apostolado de los laicos. Mons. Escrivá de Balaguer lo explicaba así en su conversación de sacerdote:

«Ten presente, hijo mío, que no eres solamente un alma que se une a otras almas para hacer una cosa buena.

Esto es mucho..., pero es poco. —Eres el Apóstol que cumple un mandato imperativo de Cristo» (Camino, n. 942).

He aquí la doctrina conciliar: «El apostolado de los laicos es la participación en la misma misión salvífica de la Iglesia, a cuyo apostolado todos están llamados por el Señor mismo en razón del bautismo y de la confirmación» (Lumen gentium, n. 33).

Otro texto. El punto 831 de Camino, que dibuja en una pincelada el horizonte del apostolado personal del laico cristiano:

«Eres, entre los tuyos —alma de apóstol—, la piedra caída en el lago. —Produce, con tu ejemplo y tu palabra un primer círculo... y éste, otro... y otro, y otro... Cada vez más ancho.

¿Comprendes ahora la grandeza de tu misión?»

Éste es el clima del n. 13 del Decreto Apostolicam actuositatem, que termina con estas palabras: «Los verdaderos apóstoles (...) ponen su empeño en anunciar a Cristo a su prójimo también con la palabra, porque muchos hombres no pueden escuchar el Evangelio, ni conocer a Cristo más que a través de sus vecinos seglares.»

De la Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 43, es este pasaje: «El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos cristianos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestro tiempo». Esta situación, denunciada con tan recias palabras por el Concilio Vaticano II, impide, en efecto, de la manera más radical, el apostolado que deben desarrollar los laicos en medio de las actividades humanas. Por eso, el Fundador del Opus Dei pedía a los lectores de Camino que meditaran la contradicción implícita en ese divorcio:

«Aconfesionalismo. Neutralidad. —Viejos mitos que intentan siempre remozarse.

¿Te has molestado en meditar lo absurdo que es dejar de ser católico, al entrar en la Universidad o en la Asociación profesional o en la Asamblea sabia o en el Parlamento, como quien deja el sombrero en la puerta?» (Camino, n. 353).

Durante mi trabajo en las comisiones del Concilio Vaticano II pude comprobar cómo se abrían paso en sus documentos, a veces muy trabajosamente, enfoques de la vida cristiana y criterios pastorales que son como la atmósfera de Camino. Un libro que, en lo doctrinal, refleja la firme y gozosa recepción que hace su Autor de la fe transmitida por la Iglesia; y que, a la vez, la proyecta en la vida real de los hombres, ofreciendo así, desde esa vida cristiana, una experiencia pastoral, espiritual, ascética que es portadora de nuevos desarrollos doctrinales.

Tal vez resida aquí la razón más profunda de la permanente actualidad de Camino a lo largo de este medio siglo, que ha contemplado profundos cambios —culturales, sociales, políticos— en el mundo, y una búsqueda —a veces, angustiosa— de «aggiornamento» en la Iglesia. Porque lo que permanece es siempre lo esencial: el hombre, con sus íntimas aspiraciones a una vida verdaderamente humana; y los requerimientos de la gracia, que lo llaman a la filiación divina y a la santidad en medio y a través de las circunstancias ordinarias de este mundo. Son estas fuentes profundas las que explican que, hoy como ayer, de las páginas de Camino sigan manando el vigor y la alegría.

(1)Juan Pablo II, Constitución Apostólica Ut sit, del 28-XI-1982, Proemio: AAS 75 (1983), pág. 423.

(2) San Agustín, Retractationes II, 6.

(3) San Agustín, Soliloquia II, 2.

(4)Es Cristo que pasa, n. 99.